Por Jorge Fernández Díaz |
Conectarán
el algoritmo a sensores biométricos, y conocerán de qué modo cada fotograma ha
influido en su ritmo cardíaco, su tensión sanguínea y su actividad cerebral.
Los prodigios de la inteligencia artificial lograrán desentrañar sus consumos
diversos y sus actitudes secretas y vitales: sabrán qué demanda el vecino, pero
sobre todo qué quiere en verdad; cuáles son sus sentimientos y sus odios, sus
ideologías latentes, sus lujurias y sus fascinaciones más recónditas.
Detectarán, por ejemplo, que su centro de recompensa no
puede resistirse a una zapatilla de diseño, y específicamente a una que tenga
las formas y las texturas que calzan en su deseo profundo e inexplicable, y
entonces le enviarán un catálogo específico armado por una tienda de la Quinta
Avenida. Y el vecino, acorralado por una tentación preparada exclusivamente para
él, ingresará la tarjeta de crédito y comprará el artículo. A cambio le
mandarán únicamente un código de barras, y el vecino acudirá a un centro de
impresoras 3D, a la vuelta de la esquina, y le fabricarán el par en unos
minutos, mientras almuerza y lee su tablet. Con el avance de esta tecnología,
es posible que la impresora se instale incluso dentro de su propia casa, si es
que el vecino tiene un empleo próspero en ese futuro incierto. Porque la
automatización destrozará la producción en serie, y los empleados de las
fábricas de las principales mercancías perderán sus puestos; también los
millones de personas que se emplean en servicios telefónicos de atención al
cliente: robots sofisticados gestionarán las quejas. Muchos de quienes
producían los bienes, los trasladaban, los distribuían y los vendían in situ
tendrán que dedicarse a otros menesteres, y nadie sabe muy bien todavía cuáles
habrá a disposición en un mundo completamente nuevo. El trabajo manual cederá
su lugar al intelectual y creativo, y aunque esta visión parece un cuento de
Bradbury ya forma parte de los debates más serios en las naciones
desarrolladas. La alucinante descripción y sus secuelas sociales pueden leerse
en "21 lecciones para el siglo XXI", el inquietante ensayo del historiador
israelí Yuval Noah Harari. Que hace unas semanas conversó con Mauricio Macri.
Combinar ese planeta inminente y ultramoderno con nuestra educación
anquilosada, las 62 Organizaciones, los sindicatos de la Carta del Lavoro y los
obispos que cantan "Patria sí, colonia no", nos da una idea acabada
de dónde nos encontramos: acabados. Varados en los años sesenta del siglo
pasado, perdiendo todos los trenes y a punto de perder el último.
El interés de Harari por la Argentina no se relaciona
precisamente con el carisma de su presidente, sino con una curiosidad
compartida por muchos otros pensadores del hemisferio norte: ¿cómo funciona la
difícil experiencia del pospopulismo? Las librerías extranjeras se están
llenando de textos acerca de los populistas de derecha e izquierda, pero no
existe uno solo que explique cómo se deja atrás ese fenómeno, sin violencias ni
cracs económicos ni convulsiones. Mucho menos en sociedades infestadas por el
odio, narcotizadas por un consumo insostenible, con stocks agotados y déficits
fabulosos, conviviendo institucionalmente con sectores que apuestan a la
destitución y que formaron redes mafiosas, y con la obligación de dar malas
noticias durante años, manejarse con buenos modales, y soportando desde la
debilidad los embates financieros que producen precisamente los neopopulismos
de mayor peso. El atractivo del pospopulismo es más fuerte que nunca tras el
triunfo de Bolsonaro, puesto que Brasil decidió seguir la lógica de que
"un clavo saca otro clavo": así no hay forma de no clavarse.
De toda esta problemática hablaron también con Macri dos
investigadores relevantes, el psicólogo y científico Steven Pinker, y el gran
historiador inglés Timothy Garton Ash. Pinker sostiene la contracultura del
"optimismo realista" frente al falso prestigio del fatalismo
intelectual. Y Garton Ash confirma que muchos ojos observan con aliento contenido
este "experimento único": un cambio de régimen en plena democracia.
¿Lo conseguirá? Es posible pensar que muchos ciudadanos argentinos presientan
lo mismo, y que acaso allí radique la persistencia en la adversidad, porque
para vastos sectores de la comunidad no están en juego la recesión aguda ni la
inflación corrosiva del momento, sino el sistema en el que quieren vivir las
próximas décadas: una democracia representativa, moderna y virtuosa, o un país
tomado por un nacionalismo decadente, excluyente y colérico. Harari, junto a
las neurociencias, asevera que el voto no se trata de lo que pensamos sino de
lo que sentimos, y que el populismo siempre se impone en base a la nostalgia
por "la grandeza perdida". Pero esa operación ya la realizaron los
Kirchner hace muy poco, con las leyendas del 45 y del 73. ¿Cuál podría ser la
nueva nostalgia: regresar a los paraísos perdidos de Kicillof y Moreno? Tanto
el ensayista israelí como el historiador inglés plantean tácitamente
diferencias estratégicas con Cambiemos. Para el primero, las narrativas son
fundamentales, porque desde el principio de los tiempos han logrado que el
hombre coopere y progrese; el segundo plantea que el republicanismo no debe
regalar la palabra "patria", y que debería generar un "patriotismo
liberal". Una gesta. Durán Barba no parece creer en narrativas ni en
patriotismos benignos.
Las metamorfosis que describe Harari relativizan, a
propósito, muchos de los clichés del izquierdismo, embarcado en una militancia
ruidosa contra la globalización. Que terminó beneficiando a las repúblicas
pobres y dañando a las ricas. El más enjundioso líder de esa "protesta
progre" acabó siendo entonces Donald Trump, en una vuelta de tuerca
humorística que todavía no ha sido procesada por los centros de pensamiento. A
esto se suma la automatización, para la que Marx no tiene respuestas: "El
plan político comunista exigía una revolución de la clase trabajadora -remarca
el autor-. ¿Cuán relevantes serán estas enseñanzas si las masas pierden su
valor económico y, por lo tanto, necesitan luchar contra la irrelevancia en
lugar de hacerlo contra la explotación? ¿Cómo se inicia una revolución de la
clase obrera sin clase obrera?"
La Argentina tiene, sin embargo, dilemas particulares. Aquí,
muchísimos nos batimos no únicamente en contra del extremismo endogámico de la
"década ganada", sino contra setenta años de hegemonía peronista.
Sarmiento, que poseía un sentido patriótico y una narración estructurada, fue
el gran escritor del siglo XIX. No solo porque compuso libros memorables, sino
porque escribió directamente sobre las conciencias e influyó durante años en
otros políticos y estadistas. "Sarmiento soñó un país y nosotros le
creímos", decía Martínez Estrada. El gran escritor que luego se levanta
contra la concepción ideológica de Sarmiento es el propio Perón, que escribió
directamente sobre el cuerpo social y creó el lenguaje, las reglas y el
pensamiento dominante del siglo XX. Resulta una obligación apasionante
rebelarse hoy contra ese gran escritor vigente pero a la vez vetusto, y
acometer por fin un parricidio simbólico y cultural, puesto que en mayor o en
menor medida todos -incluso los más feroces antiperonistas- hemos sido
personajes de la novela de Perón. La batalla más interesante consiste en
cuestionar a ese genial narrador omnisciente, confrontar a sus exégetas y
desculpabilizar a quienes articulan sus refutaciones: hoy resistir los dictados
literarios de Perón no es ser un "gorila del 55", sino apenas un
ciudadano del siglo XXI en busca de un nuevo horizonte. La lectura de Harari
demuestra, por contraste, que la Argentina está en el Pleistoceno, enamorada
del pasado y del ombliguismo, dominada por corporaciones oxidadas y prejuicios
regresistas. La revolución tecnológica dentro de una democracia tolerante puede
darnos la última oportunidad, o terminar de hundirnos.
© La Nación
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