Por Marcos Natali
En las diversas tentativas de definir el
fenómeno del fascismo, generalmente aparecen referencias a la importancia de
aspectos como el elogio de la violencia, la xenofobia, la expresión del deseo
de retorno a un estado anterior, la misoginia y el culto a la
hipermasculinidad, la intención de castigar y erradicar sexualidades periféricas,
la narrativa de la victimización, la oposición a la democracia y la
glorificación del autoritarismo.
También es recurrente la mención a la
necesidad de identificar de manera inequívoca a los culpables del estado actual
de las cosas, fomentando el paso de la ansiedad al odio y la exigencia de que
los responsables sean sacrificados para recuperar una pureza perdida.
La dificultad de la definición, por lo tanto, no
proviene de una ausencia de consenso sobre los elementos básicos a que hace
referencia el término, aunque persistan algunas divergencias importantes en la
crítica (sobre la relación entre fascismo y liberalismo, por ejemplo). Así, en
debates recientes sobre la figura de Jair Bolsonaro en Brasil, la dificultad
parece derivar de otro aspecto, una característica del propio fenómeno que se
busca delimitar.
Al estar compuesto por un conjunto de amenazas y
promesas, el discurso fascista parece exigir de quien lo analiza una valoración
de la probabilidad de que efectivamente se cumplan (y no únicamente en el
contexto de una campaña electoral). Ante la amplia circulación de discursos
fascistas y prédicas de odio en la actualidad, orientados por acciones
políticas de fuerza destructiva, interpretar su significado sería un ejercicio
ingrato, dado que requeriría que se valorara, a fin de cuentas, cuáles de las
numerosas amenazas deberían ser tomadas en serio.
¿Qué pensar del bramido del candidato
proponiendo fusilar a los adversarios políticos? ¿Y su promesa de exterminar el
activismo? ¿Y los cantos violentos en el metro de los aficionados de un equipo
de futbol aclamando al candidato y amenazando de muerte a homosexuales? ¿Y la
inscripción de esvásticas en puertas y muros?
Tal y como escribió Theodor Adorno en su Minima
Moralia, el dilema de quien se ve ante la necesidad de determinar el
alcance efectivo de amenazas como esas es que no se pueden analizar de manera
razonable y ponderada proposiciones que, al ser capaces de producir movimientos
paranoicos, serán necesariamente escurridizas y expansivas, lo que acaba
generando nuevas presunciones causales y culpabilizaciones. No se puede, sobre
todo, confiar en que es posible saber cuáles serán exactamente los límites de
una manifestación paranoica cualquiera, o cuáles los liminares que no serán
rebasados. (Como sucede en la novela La broma infinita de
David Foster Wallace, la pregunta en este caso también es: de acuerdo, soy
paranoico, ¿pero cómo saber si estoy siendo suficientemente paranoico?) Si es
verdad que solo tendremos certeza de la existencia de una base real para el
recelo extremo en un momento posterior, no hay, al mismo tiempo, la opción de
aguardar para descubrir si las bravuconerías eran nada más eso, o si algunas lo
son y otras no. (¿Pero cuáles?)
Sin embargo, hay otro aspecto que caracteriza al
discurso fascista y que permite una valoración más segura respecto a lo que
está pasando en Brasil. Entre las formas de funcionamiento de ese discurso está
el hecho de que la promesa principal es, justamente, la apertura de un espacio
para la multiplicación vertiginosa de nuevas promesas de violencia, contra
sujetos diversos, y en este caso la promesa en sí ya debe ser entendida como un
acontecimiento. En cuanto a la variante brasileña, sería importante reconocer,
tanto para entender sus características principales como para determinar el
tipo de respuesta que exigirá, que su promesa primordial ya fue cumplida, con
la expansión del espacio disponible en la esfera pública para la práctica y la
verbalización cruda de la violencia, en este caso a través de la repetición de
lugares comunes que aluden a la muerte, a la desaparición y expulsión del
territorio de grupos sociales vulnerables. En este sentido, por más relevante
que sea lo que Bolsonaro llegue a hacer como presidente, no hace falta esperar
a su toma de posesión para juzgar si puede ser definido como fascista.
Una característica adicional de estos discursos
es que la atracción que generan se debe precisamente a su exceso. Con relación
a la dictadura, por ejemplo, lo que se escucha ahora no es una defensa
ambivalente y avergonzada que intenta tergiversar, afirmando, de una manera que
ya nos es familiar, que el régimen militar cometió errores, pero que también
tuvo sus aciertos, o que era necesario en un contexto difícil porque combatía
una grave amenaza. No. La forma que asume el discurso es la celebración del
suplemento excesivo, del elemento más brutal del régimen: la tortura.
De igual manera, en lugar del argumento
aparentemente razonable que subraya el supuesto carácter blando de la dictadura
brasileña, al compararla con las de los países vecinos, lo que encontramos en
Bolsonaro es la aseveración infernal de que el error de la dictadura fue no
haber sido lo suficientemente violenta, aclarando, para que no quede duda, que
la equivocación fue no haber matado más.
El elemento estructural del discurso que debe
ser comprendido, y que parece ser responsable de la adhesión enardecida de sus
seguidores, es ese gesto excesivo, el placer presente en ese exceso, más que
una noción convencional de "intereses" a ser o no satisfechos después
de las elecciones. Tal y como ha escrito el antropólogo William Mazzarella al
respecto de Donald Trump, no se trata, en realidad, de que los electores
estuvieran equivocados al preferirlo, ni que hubieran votado contra sus propios
intereses (aunque algo de eso también ocurrió). Su deseo era por el goce del
exceso, algo que se revela en la disposición a incendiarlo todo hasta las
cenizas. (Es verdad que existen algunas semejanzas entre Trump y Bolsonaro; sin
embargo, la diferencia decisiva, como ha sugerido Marcos Nobre, entre otros, es
que Trump, cuando quiere elogiar regímenes autoritarios, no tiene a mano
ejemplos en la historia de su país y necesita apuntar a Corea del Norte y
Rusia. En cambio, en Brasil, cuando se articula un llamado a retroceder
cincuenta años en el tiempo, como lo hizo Bolsonaro, lo que se encuentra en la
historia nacional es una dictadura plenamente instaurada.)
El vínculo con el líder gestado en la
experiencia del goce por sus excesos puede parecer inmune a la crítica, si esta
insiste en señalar que hubo un error de cálculo de los involucrados respecto de
sus verdaderos intereses. Pero lo que necesitará hacer la oposición al fascismo
es intervenir en esa experiencia afectiva, sustituyéndola por otra, contraria a
ella, una experiencia basada en otras posibilidades afectivas, algo diferente a
las comunidades creadas a partir del ejercicio de la brutalidad contra los más
vulnerables.
En ese teatro de la crueldad, está programada en
la operación paranoica la posibilidad de acusar siempre al otro de exagerar;
primero se provoca la rabia de la víctima, para luego acusarla de reaccionar
con exageración. Por eso el ascenso del humor machista, homofóbico y racista en
los últimos tiempos parece ahora una antesala a la situación actual. Al exigir
para sí no exactamente la libertad de expresión, aunque así se presente, sino
el derecho a un decir monológico, a un decir sin respuesta, el chiste ofensivo
también se reserva el derecho de, ante cualquier reacción a su violencia
implícita, actuar explícitamente. Tal y como sucede con la lógica del humor, el
discurso fascista intenta blindarse con su carácter excesivo, con su fachada
caricaturesca, incluso con la figura del bufón que, todos estaríamos de acuerdo,
en realidad no podría estar hablando en serio (o, aunque lo estuviera, no
tendría la competencia necesaria para implementar las políticas destructivas
que pregona).
En este sentido acaba siendo útil que el líder
fascista tenga algo de jocoso, incluso hasta algo de risible, lo que aumenta
todavía más el placer que produce entre sus seguidores, sobre todo si ese mismo
elemento cómico (la escena en la que se vio a Bolsonaro usando un tripié para
imitar que disparaba con una ametralladora, por ejemplo) produce no la risa,
sino la ira de sus opositores. Tal y como escribió Lili Loofbourow sobre Trump,
las proposiciones de degradación y humillación del diferente, configuradas en
exceso, permiten provocar dolor en los otros e incluso deslegitimar o burlarse de
su sufrimiento, en un escenario en el que la crueldad parece ser un fin, no un
medio.
Evidentemente, la promesa no es la de proveer
una solución a la crisis; es, en realidad, el compromiso de suministrar chivos
expiatorios, esos elementos extraños y extranjeros que en la estructura
sacrificial estarían impidiendo una restauración de lo que habría sido perdido.
Esa promesa será infinitamente renovable, ya que, dada la permanencia de la
sensación de pérdida, el dedo que apunta a los culpables podrá pasar de los
indígenas a la comunidad LGBT, a los inmigrantes bolivianos, a los negros, a
los ecologistas, a las mujeres, a los profesores...
En contextos de crisis, la fijación en el
obstáculo, y el placer derivado de esa fijación, también ayuda a evitar que la energía
crítica se dirija a esfuerzos que intenten modificar el cuadro existente. De
esta manera, aunque pueda haber algunas indefiniciones e incertidumbres con
relación a, por ejemplo, la extensión del programa de privatizaciones a ser
implementado, o en cuanto a los tipos de reformas por las que pasará la
educación, y por más que la captura del Estado por el movimiento paranoico sea
relevante, en un aspecto crucial, uno que no es negociable en este cuadro y que
se mantuvo estable a lo largo de la campaña electoral, es posible decir que ya
sabemos lo que podrá suceder después de las elecciones, incluso porque esa
forma de fomentar y diseminar la destrucción, que es viejísima, ya fue
instaurada por todo el país en las últimas semanas, con la propagación de numerosos
episodios de violencia contra grupos específicos de la población.
La promesa se cumplió, reorganizando el campo de
tal manera que un hombre se siente autorizado a gritar desde una ventana del
autobús, a mitad de un jueves de sol en São Paulo, amenazas de muerte a las
travestis que caminan por la banqueta. El mismo día, un poco más tarde, en un
mercadillo cerca de ahí, una clienta le dirá a la inmigrante haitiana que
trabaja en un puesto que Bolsonaro, cuando gobierne, va a mandarla de vuelta a
Haití.
¿Cómo responder a la lógica del fascismo sin
volverse paranoico, sin reflejar la paranoia? A fin de cuentas, se necesita
habitar el delirio para tratar de anticipar sus próximos objetivos. La
violencia que hace eco de discursos fascistas que ya estaban en circulación,
legitimada hoy en día por el nombre de Bolsonaro (enunciado con gusto en los
actos de violencia), permite anticipar un flujo cada vez mayor en el país en
los próximos años. Solo más adelante sabremos hasta qué punto teníamos razón,
pero el costo de subestimar su alcance es alto (¿y si descubrimos, demasiado
tarde, que la amenaza de no dejar “ni un centímetro” de tierra para los
indígenas era –esa sí– de verdad?).
La estudiante sentada al lado del hombre que
había gritado sus amenazas de muerte contra las travestis impunemente en el
autobús cierra el ejemplar de la Historia de la sexualidad que
iba leyendo y lo esconde discretamente en la mochila.
Lo que tenía que comenzar ya empezó.
Publicado
originalmente en Folha
de São
Paulo.
Traducción
de Juan Pablo Villalobos.
© Letras
Libres / Agensur.info
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