Por Natalio Botana |
Convengamos en que la simplificación de los agudos problemas que nos
aquejan no es un producto caído del cielo. Proviene, al contrario, de la
indignación de grandes porciones de la sociedad ante la impotencia y corrupción
de las elites establecidas. Esta súbita caducidad de las creencias que, hasta
hace poco tiempo, sostenían a partidos políticos, empresarios o sindicalistas
tiene su correlato en el repentino ascenso de los outsiders; es
decir: de personajes que estaban fuera de esas redes de poder. El outsider es
así un impugnador compulsivo que rechaza de plano el estado de cosas existente
y esgrime un proyecto supuestamente esperanzador basado en el desdén al rostro
desfigurado de la democracia.
¿Por qué ganó Bolsonaro? ¿Por qué un liderazgo de radical oposición como
el de Cristina Kirchner conserva arraigo entre nosotros? Entre otros motivos,
porque la legitimidad de origen de nuestras democracias, fundada en la
soberanía del pueblo mediante elecciones, no está complementada por una
legitimidad de ejercicio con resultados tangibles. Sin este complemento, las
democracias tiemblan y corren el riesgo de desmoronarse.
Es cierto, como señalan las encuestas a escala regional, que las
democracias padecen una pérdida de valoración que también afecta su legitimidad
de origen. No obstante, el asunto es más complicado. Salvo los casos de Cuba,
Venezuela y Nicaragua, los gobernantes en América Latina son elegidos en
comicios competitivos. En general, este principio se sigue poniendo en práctica,
aunque a la vista de lo que acontece en muchos de nuestros países el régimen
electoral suele transformarse, en la realidad cotidiana, en el punto de partida
de una ruptura de los lazos morales, sociales y económicos que unen a las
sociedades.
Esta escisión entre origen y ejercicio en las democracias tiene
referentes diarios. Los gobernantes centroamericanos en Honduras, El Salvador y
Guatemala han sido elegidos y dicen gobernar en nombre del principio
democrático. La muchedumbre de la desesperación que desde Honduras marcha a pie
hacia los Estados Unidos está diciendo, en voz alta o en silencio, que el
ejercicio de esa democracia electoral los ha despojado de los criterios
elementales de la dignidad. Sin seguridad básica ni trabajo, ni futuro, sufren
el bloqueo de la esperanza.
Estos ejemplos dan cuenta de una condición humana de privación de
justicia. Y cuando cunden esos sentimientos en una ciudadanía que soporta en
carne viva el despojo de derechos esenciales, entonces es el momento de
liderazgos dispuestos a borrar de un plumazo esas carencias. Aunque la
circunstancia de Brasil no tenga mucho que ver con la de los países
centroamericanos (con excepción, se entiende, de Costa Rica), esto es lo que en
buena medida ha acontecido en nuestro vecino.
Lo que allí ocurrió fue producto de la convergencia de tres crisis: una
gran recesión económica, una ola de inseguridad que no cesa, una percepción
generalizada de la corrupción de las elites. Si esta última aquejó al arco de
los partidos de centro, también dejó desnudo al progresismo del PT, el partido
de Lula da Silva. Este es un desafío enorme para la centroizquierda
latinoamericana, cuyo comportamiento, en el orden ético, no difiere mayormente
del de unas clases tradicionales a las que criticaban y pretendían superar. Se
arrió con ello una de las banderas del progresismo (en nuestro país, esta
madeja de contradicciones está saliendo a la luz si comparamos el soberbio
relato del kirchnerismo con la corrupción tentacular que montaron durante una
larga década).
Por otra parte, al estilo de quien impugna y condena lo arropa un
renacimiento clerical que diverge, en un aspecto, del que imperó anteriormente.
Se trata, va de suyo, de la intervención directa de las instituciones
religiosas en la política. Pero si hasta no hace mucho esa intervención era
patrimonio, por elementales razones históricas, de la Iglesia Católica, ahora
esas acciones son compartidas por una comunidad de Iglesias bajo la
denominación genérica de evangélicas, mucho más descentralizada y no menos
eficaz.
Esta irrupción del factor clerical en la política desmiente en parte los
ideales de la Ilustración (que habrá que seguir defendiendo) y asimismo, según
advirtió Dominique Schnapper, es una muestra de la disonancia entre dos
postulados sobre los cuales se asienta la república en una democracia. Por un
lado, los ideales abstractos y universales de un conjunto de ciudadanos libres
e iguales; por el otro, las herencias históricas, étnicas, religiosas y
culturales, que también conforman el vínculo social.
Por definición, el primer postulado demanda resultados: la igualdad y la
libertad de la ciudadanía florecen sobre el terreno fértil de la seguridad
física y jurídica, del desarrollo de la economía y, por si esto fuera poco, de
la conducta ética de los gobernantes y del sentido de la obligación política en
los gobernados. Cuando estos resultados no son los esperados, estalla la
estampida de la simplificación y una ciudadanía confundida e inerme busca
refugio en el segundo postulado de estas democracias en crisis: el consuelo de
la religión, la identidad instintiva que rechaza la diversidad, la persecución
de los responsables -reales o imaginarios- de tanta corrupción, inseguridad y
estancamiento.
Como si fuera un microcosmos de estos conflictos, pese a su tamaño, este
choque de privaciones y visiones se produjo en Brasil. Las respuestas ya asoman
a través de la opinión de los vencedores. Si el crimen organizado está llevando
a cabo una ordalía de violencia, nada mejor que responder desde el Estado con las
mismas armas. Nada mejor y nada peor, porque el descenso de los servidores del
Estado al infierno del crimen no hace más que generar una matanza recíproca. El
papel de la religión en semejante circunstancia puede ser definitorio: o
legitima el crimen o adopta una actitud crítica y de contención de los excesos.
En su largo decurso, el clericalismo ha representado su papel en estos dos
planos. No está claro aún por cuál se inclinará, sobre todo ahora que está
dividido.
Veremos si estos augurios se imponen en desmedro de las tradiciones
legalistas que compartimos con Brasil. Estos síntomas se añaden a esta incierta
etapa de transición en la vida de las democracias. Una transición que no solo
recoge los efectos de la revolución digital a escala planetaria de nuestros
días, sino que actualiza un pasado herido por la violencia, la corrupción y las
desigualdades. Es, pues, una encrucijada de lo novedoso con lo antiguo en que
se plantean desafíos inéditos a la tarea de conjugar libertad, igualdad y
justicia. Sobre este trípode debería descansar un centro democrático de
equilibrio y sensatez. Habrá que reconstruirlo ante el daño, no sin razones,
que le ha infligido esta estirpe de impugnadores. Aunque truene la tormenta,
confiemos en esta tarea.
© La Nación
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