Por Loris Zanatta
(*)
¡"Libros y fusiles", unidos contra el imperio, tronó hace días
Nicolás Maduro! Un hombre sobrio, lleno de hallazgos originales. ¿Dónde lo
había oído antes? Ya: "Libro e moschetto, fascista
perfetto" ("libro y mosquete, perfecto fascista"), decía
Benito Mussolini: armas infalibles contra la diabólica plutocracia anglosajona.
Fidel también lo dijo: tenemos que apretarnos "en estrecho haz", en
un bonito fascio contra el enemigo; siempre él, siempre el mismo.
¿Qué era el fascio? Lo explica el octavo mandamiento de la doctrina
peronista: "Primero la patria, después el movimiento y luego los
hombres". ¡Los hombres últimos! Traducido: ¡ay de ti si te alejas
del fascio! El individuo vale menos que el conjunto, la parte menos
que el todo. En concreto: si sirve, sacrifiquémoslos; amén. Viva el heroísmo,
abajo egoísmo; viva el amor, abajo el odio: "Viva el fanatismo",
gritó Eva Perón llena de amor; "viva el odio", escribió Ernesto
Guevara "sin perder la ternura"; "bestia bruta", me llamó
la semana pasada un dirigente peronista en un rapto de afecto.
¿Todos fascistas? No: ¡qué va! El fascismo es cosa vieja, cosa italiana.
Son parientes, digamos: algunos más próximos; otros, más lejanos. Tienen muchas
cosas en común, pero una se destaca sobre todo: exigen la unidad; más: la
homogeneidad; más aún: la unanimidad; el máximo: todos deben ser uno; un fascio,
en fin. Hasta aquí, nada nuevo, todo ya visto. Fue la razón por la cual, desde
los Balcanes hasta América Latina, hace un siglo las religiones cristianas
bendecían los fascismos, o como se llamaran a sí mismos. Porque prometían
encolar lo que la modernidad había roto: Estado y sociedad, fe y razón, moral e
individuos, política y religión. Lo intentaron. Pero las iglesias se
arrepintieron cuando vieron que el precio era demasiado alto: recomponer lo que
había sido destruido implicaba demasiada coerción y violencia, demasiado odio
en nombre del amor; además, los regímenes que lo hicieron se convirtieron ellos
mismos en iglesias, y en religiones sus ideologías. Inaceptable.
Hoy también la modernidad asusta y fragmenta; tal vez aún más que antes,
de tan rápida, cambiante, invasiva, global que se ha vuelto. Hoy, también, sube
la demanda de unidad, seguridad, estabilidad. ¿Y qué tranquiliza más que la
unanimidad y la homogeneidad, que vivir en un fascio? De ahí la
vaga sensación de déjà vu que se cierne sobre nuestros
tiempos. Con una gran novedad: si alguna vez las religiones se apoyaron en
partidos e ideologías para intentar restaurar el Reino, hoy es al revés:
partidos e ideologías débiles prometen el Reino apoyándose en las religiones.
¿Por qué sorprenderse? ¿Qué partido es realmente popular en cualquier
parte del mundo? ¿Qué ideología secular calienta los corazones y llena las
plazas? ¿Qué, más que la comunidad de fe, une y protege? De ahí que la gran
China abreve en el confucianismo mucho más que en el comunismo; que la inmensa
Rusia de Putin se arrodille ante los patriarcas ortodoxos; que dos vastos
continentes abran las puertas al islam para fundar sus leyes; que la pequeña y
muy católica Polonia marche compungida detrás de la cruz. ¿Qué están buscando,
cada uno a su manera? Siempre lo mismo: el fascio, la unidad que
protege y consuela, la evasión de la historia que corrompe la armonía de la
creación, el escape de la razón que no puede explicar la existencia del mal.
Se explica así el clima apocalíptico que nos rodea, típico de las épocas
religiosas que Nicolás Berdiaeff describió en su momento: clima atravesado por
vientos redentores. Lo nutren utopías antimodernistas y fantasías milenaristas,
nostalgias pauperistas e intolerancias chovinistas. El gran culpable es el
mismo de antaño: es la modernidad; y la imputación más implacable es hoy en día
la bomba ambiental, el calentamiento global. Nada se presta más a los relatos
catastrofistas. ¿Lo ve? El fin está cerca, la especie se extinguirá, el juicio
universal está por llegar, la naturaleza nos castiga por nuestra arrogancia;
Dios, por pretender reemplazarlo.
¿Es el calentamiento global un problema? Inmenso. ¿La modernidad tiene
lados oscuros? ¡Y cómo! ¿Se pueden abordar de manera racional? No veo
alternativas: es lo que tratan de hacer los ganadores del Premio Nobel para la
economía de este año; es lo que hace el ambientalismo serio y responsable.
¿Sirven la ciencia y la tecnología? Son decisivos. ¿El desarrollo y la
protección del medio ambiente son compatibles? Deben, a menos que se teorice el
retorno a la edad preindustrial. Pero cuidado con decirlo: los fundamentalistas
están al acecho. ¿Tienen soluciones? Ninguna. Pero tienen dogmas: ¡que
felicidad el decrecimiento económico! Ya basta de infraestructuras, basta de
consumos, no a esto y no a aquello, arrepiéntanse, conviértanse; que nuestra
religión sea la religión de todos. ¿Cuál es su ideal? Un mundo holístico,
armonioso, puro, perfecto; una tierra prometida unida por la fe, un fascio.
¿Qué une la miserable figura de Maduro, evocada al comienzo de este
artículo, con los grandes problemas globales a los que nos referimos ahora?
Nada en sentido estricto: todo le queda grande al caudillo venezolano. Excepto
una cosa: la tragedia de su pueblo y de otros que, como el suyo, se han sentido
atraídos por el sueño de formar un fascio. Es la tragedia de
cualquiera que aspire a crear el Reino en la tierra. Ese Reino no existe, pero
la fantasía de crearlo es un fin tan elevado que termina justificando todos los
medios: terror, odio, despotismo. Y si tal es la siembra, tal será la cosecha:
miseria, miedo, diáspora. ¿Redescubriremos las virtudes de la razón? ¿Las
razones del sentido común? ¿Lograremos no tirar al bebé junto con el agua sucia
de la bañera? ¿No destruir lo bueno que hemos creado, junto con lo que estamos
haciendo mal? No lo dudo. Mientras no necesitemos demasiadas tragedias para
entenderlo.
(*) Ensayista y
profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
© La Nación
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