Por Javier Marías |
Eran las fechas en que se iba a consumar la entronización
de un tercer Trump en el mundo, un cabestro brasileño llamado Bolsonaro (el
segundo ha sido Salvini en Italia, aunque hay que reconocer que de allí salió
en realidad el ídolo y modelo de Trump, Berlusconi, que hoy, por comparación
con sus émulos, parece un tipo sutil y respetuoso). En fin, en vista de la
deriva actual, Arturo me dijo: “Esto no hay quien lo aguante. Es hora de irse”,
a lo que yo le contesté: “¿Adónde? Ya no hay a donde ir. Los que padecimos el
franquismo teníamos muchas opciones, si las cosas se ponían muy crudas y
debíamos imitar un día a los de generaciones anteriores: Francia, Inglaterra, Italia,
México… Mira cómo están ahora esos países”. Y él me corrigió: “No, me refería a
morirse. A gente como nosotros nos va tocando salir, sin ver más deterioro”. Mi
reacción fue espontánea y algo cómica, supongo: “No, no lo veo conveniente
ahora. Nos despediríamos con la sensación de dejarlo todo manga por hombro,
hecho un desastre. No que nuestra presencia pueda mejorar nada, pero es triste
dejar un mundo más desagradable e idiota del que nos encontramos, y eso que
nacimos bajo una dictadura odiosa. Pero la gente normal era menos estúpida y
más cordial y educada”.
No sé si se cortó
la comunicación o si aplazamos el pequeño debate sobre cuándo nos convenía
largarnos. Yo, después, le di vueltas por mi cuenta, y, claro está, hablo sólo
por mí (lo mismo, cuando se publique esto, Pérez-Reverte se ha perdido en el
mar con su barco, y siempre me quedaría la duda de si lo habría hecho a
propósito; no lo creo, pero toco madera por si acaso). Mi argumento esbozado
era este: es molesto abandonar el mundo cuando lo vemos convulso, irracional e
idiotizado; hay que esperar a que se enderece un poco (siempre según nuestro
subjetivo criterio), a que vuelvan el sentido del humor, la racionalidad y la
tolerancia, a que la gente no esté tan enajenada como para votar a brutos ineptos
que irán en contra de sus propios votantes suicidas. Hay que esperar a que las
masas no sean tan manipulables ni se dejen engañar por autoritarios sin
escrúpulos como Orbán, Erdogan, Putin, Maduro, Ortega, Le Pen, Duterte, Al
Sisi, Salvini, Puigdemont, Torra. Ahora bien, pongamos que de aquí a un tiempo
los ánimos se serenan y la perspicacia aumenta, la verdad vuelve a contar y la
gente se hace menos fanática, fantasiosa y tribal de lo que lo es hoy en día.
Que el mundo recobra cierta compostura, por decirlo anticuadamente. Al fin y al
cabo, la historia se ha regido siempre por ciclos. ¿Convendría entonces
marcharse? ¿Lo haríamos con más tranquilidad, con la sensación de que la casa
está en orden? Quizá nos parecería también mal momento: ahora que estamos
mejor, qué lástima no aprovechar este tiempo, no disfrutarlo.
Los vivos nos
decimos a veces, al pensar en seres queridos que ya murieron: “Menos mal que se
ahorraron esto, que no lo vieron. Es un consuelo que a este hecho luctuoso no
asistieran, o a esta situación tan grave, o a los errores y tropelías de sus
próximos”. Pero también nos decimos: “Qué pena que no vieran nacer o crecer a
este niño, les habría alegrado la vida; o que no presenciaran el éxito de su
mujer o su marido o sus hijos, y tuvieran la incertidumbre eterna de qué iba a
ser de ellos”. Y en todo caso los consideramos ingenuos, porque no alcanzaron a
saber lo que sí hemos sabido los supervivientes. Esto es, porque
inevitablemente creyeron que el mundo se quedaría fijo en el que abandonaron, y
eso nunca sucede. Tal vez lo peor de morirse es no enterarse de cómo continúa
la historia, como si al nacer se nos entregara una novela inacabada. La novela
de la vida prosigue siempre, por lo que estamos condenados a ignorar cómo
termina. Hay quienes piensan que termina con nuestro término, distinto para
cada individuo. Nos consta que no es así, sin embargo. Que todo sigue, sólo que
sin nosotros, y que nuestro final no significa el de nada ni el de nadie más.
Me pregunto si la única manera de ver “conveniente” la propia despedida, o de
estar conforme, es llegar al máximo desinterés, o al máximo desagrado, o
hastío, por el mundo en que vivimos. Acaso es lo que expresó Pérez-Reverte en
nuestra entrecortada charla: “Esto está inaguantable. Mejor llevarse un buen
recuerdo; o, si no bueno, aceptable. Puesto que hemos visto mejores tiempos, no
da tanta pena desertar de uno imbecilizado y despreciable”. Y no obstante, como
he contado otras veces, a mí me aqueja la dolencia de los fantasmas (de los
literarios, esa gran y fecunda estirpe): son seres que se resisten a perderlo
todo de vista; que no sólo se preocupan por quienes dejaron atrás y su suerte,
sino que tratan de influir desde su bruma, de favorecer a sus amigos y
perjudicar a sus enemigos; o a los que, según su opinión que ya no cuenta,
hacen más llevadero el mundo o lo envilecen.
© El País (España)
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