El giro conservador
en la región y la deriva autoritaria de Venezuela y Nicaragua obligan a las
fuerzas progresistas
a buscar nuevas fórmulas.
Por Javier Lafuente
La orgía de poder
de la izquierda latinoamericana en el arranque de siglo XXI se terminó. El rojo
con el que se perfilaba el mapa del continente hasta hace poco ha cobrado una
tonalidad azul. El último latigazo ha sido la victoria de Jair Bolsonaro hace una semana en
Brasil.
El país más grande de América Latina estará gobernado desde el 1 de
enero por un político nostálgico de la dictadura militar, que una semana antes
de su triunfo prometió “barrer del mapa a los rojos”, a los que ofreció dos
salidas: la cárcel o el exilio.
En menos de un
año, Chile ha vuelto a virar a la derecha, e Iván Duque,
en Colombia, logró frenar el ascenso de la izquierda. Solo
la victoria de Andrés Manuel López Obrador en las
últimas elecciones de México ofreció un atisbo de esperanza a la izquierda.
Pero el nulo interés del nuevo presidente mexicano —que asumirá el cargo en
diciembre— por mirar más al sur de su país la ha socavado. Entretanto, la deriva autoritaria de los gobiernos de izquierda en Venezuela y
Nicaragua se agudiza. El reto para evitar que el camino de vuelta al poder se
convierta en una travesía en el desierto es mayúsculo.
El octogenario expresidente uruguayo, gran referente de la izquierda
latinoamericana, José Mujica lanzó una suerte de SOS tras la victoria de
Bolsonaro a quien le quisiera escuchar: “Hay que aprender de los errores
cometidos y volver a empezar. Tampoco creer que cuando vencemos tocamos el
cielo con la mano y hemos llegado a un mundo maravilloso. Apenas hemos subido
un escalón. No hay derrota definitiva ni triunfo definitivo”.
La izquierda que
llegó a gobernar en casi toda la región en la última década era diversa. El
péndulo oscilaba desde el centro-izquierda de la Concertación chilena y el
Frente Amplio de Uruguay hasta el extremo más autoritario del militar Hugo
Chávez en Venezuela, apoyado por la Cuba de Fidel Castro. Entremedias, Néstor
y Cristina Kirchner reformularon el populismo de
izquierda en Argentina, y Lula da Silva en Brasil y Evo Morales en Bolivia
—ambos sindicalistas, provenientes de los movimientos sociales antineoliberales—
desarrollaron, al menos en sus primeros mandatos, una política macroeconómica
estable y una política exterior pragmática, sobre todo en el caso brasileño, y
más difuminada en el caso del presidente boliviano.
A diferencia de los actuales Gobiernos conservadores, que no actúan como
un bloque, aquella izquierda se aglutinó en organismos de integración como la
Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la Comunidad de Estados Latinoamericanos
y Caribeños (CELAC) o la Alianza Bolivariana para los pueblos de nuestra
América (ALBA), hoy todos en ruinas. “En la segunda mitad del siglo XX las
élites y muchos votantes trasladaron durante años la imagen de que la izquierda
no podía gobernar por ser violenta o revolucionaria, o que cuando lo hizo, como
con Allende en Chile, había fracasado. Su reto en el siglo XXI era demostrar
que podían gobernar, y en buena medida lo hicieron”, asegura Steven Levitsky,
profesor de Harvard y coautor de Cómo mueren las democracias.
La fortaleza de la
izquierda en el continente fue alimentada —cuando no engordada— por la bonanza
petrolera y los altos precios de las materias primas, que permitieron
desarrollar ambiciosos proyectos de redistribución de la riqueza. Los Gobiernos
redujeron la pobreza, la desigualdad. También —salvo en casos como los de
Brasil, Uruguay o Chile— intensificaron el control sobre los medios de
comunicación, y los dirigentes buscaban, siguiendo la estela del omnipresente
Chávez, ser reelegidos o perpetuarse en el poder.
La caída del precio
del petróleo frenó drásticamente el crecimiento de muchos países, pero no
parece ser el único motivo del colapso de la izquierda. “En el proceso de
reconstrucción de las élites económicas, la corrupción se desató”, opina el
historiador cubano Rafael Rojas, quien apunta a la trama
de Odebrecht, el gigantesco caso de sobornos y adjudicación de obras
públicas que estalló en Brasil y salpicó a la clase política de casi todo el
continente, como paradigma regional.
De alguna manera, la izquierda no supo administrar el éxito, consolidarlo.
El discurso antiestablishment con el que
se desmarcaban de las clases políticas tradicionales, que les sirvió para
llegar al poder y de la oligarquía, se volteó. “Millones de personas que no
necesariamente compartían una idea positiva de lo que hacía la izquierda en el
Gobierno se han activado políticamente”, opina Sandra Borda, politóloga de la
Universidad de los Andes en Colombia. “El gran error fue no construir
instituciones sólidas. En muchos casos se lograron los objetivos que se
plantearon, pero no cambiaron las formas, y las formas son importantísimas. La
gente terminó por olvidar los fines, porque los medios parar alcanzarlos eran
los mismos. Y la derecha sabía que eso se lo iban a cobrar más duro a la
izquierda, y se encargaría de que lo pagaran”, añade.
El péndulo
comenzaba a oscilar de nuevo al mismo tiempo que Venezuela, destacado exponente
del socialismo del siglo XXI, agudizaba su deriva autoritaria y con ello la
crisis de la izquierda en América Latina. Caracas
se sitúa como el epicentro de este colapso. Chávez, como hiciera en
su momento Castro, desarrolló un trabajo político y dialéctico que lo colocó en
el centro de todo. La máxima de que nadie podía ser de izquierdas sin querer a
Chávez caló en el imaginario de millones de personas, no solo latinoamericanas.
Pese a la heterogeneidad de los Gobiernos progresistas, la Venezuela
petrolífera de Chávez, con el apoyo de la Cuba castrista, se convirtió en líder
regional. Solo el carismático Lula logró erigirse en contrapeso del líder
venezolano hasta finales de su segundo mandato. Pero para entonces, la
subordinación a Caracas era mayoritaria.
“La crisis actual
de la izquierda está directamente relacionada con la muerte de Hugo Chávez y de
Fidel Castro y con el colapso de Venezuela. La mayor evidencia ha sido el giro
abiertamente dictatorial que han dado en los últimos años Nicolás Maduro en
Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua”, opina en este sentido el historiador
Rafael Rojas. No obstante, mientras la represión emprendida por el otrora esperanzador líder
sandinista ha sido criticada, sin ápice de condescendencia, por
la izquierda a nivel global, cierta ambigüedad sigue planeando sobre Venezuela.
La crítica sin ambages es uno de los principales retos para la nueva generación
de dirigentes. “Cualquier construcción de un liderazgo de izquierda en América
Latina pasa por el acto de desmarcarse de la Venezuela de Maduro. Con él, el
chavismo se ha visto reducido a una mera máquina para perpetuarse en el poder”,
considera Humberto Beck, profesor del Colegio de México. “Esto no debe
confundirse, sin embargo, con una condena categórica de todas las experiencias
bolivarianas, muy diversas y complejas, incluyendo la propia historia, ya casi
de dos décadas, del chavismo”, añade. En esta línea, Manuel Canelas,
viceministro de Planificación de Bolivia, de 36 años, uno de los nuevos
dirigentes con más proyección, opina que los que llegan ahora “no tienen por
qué comprar el ciclo anterior por completo, pero lo que hay que evitar es que la
derecha imponga que eres heredero del Gobierno de Maduro o de los últimos años
de Cristina Fernández. Debes poder criticar y evitar que la derecha caracterice
todo lo anterior. Y la primera oleada de dirigentes no tiene que exigir en
ningún caso continuidad”, añade.
“El principal reto
de la izquierda es reinventarse más allá de los dos modelos predominantes en
las últimas décadas: el modelo bolivariano y el modelo socialdemócrata”, ahonda
Beck. “Por diversos motivos, ambos modelos están agotados y se requiere algo
más”. Con los Gobiernos conservadores los avances en la conquista de derechos
individuales han sido bloqueados. Macri en Argentina rechazó apoyar la legalización del aborto;
los líderes sociales caen como chinches en la Colombia posterior a la firma del
acuerdo de paz; y la victoria de Bolsonaro ha alarmado a mujeres, negros y
activistas LGTB, y ha puesto en evidencia el poder de la Iglesia evangélica y su agenda
conservadora. Además, la xenofobia camina de la mano de los migrantes que
siguen huyendo de Centroamérica y Venezuela. Porque la última contribución del chavismo a la crisis de la
izquierda ha sido forzar un éxodo
masivo de venezolanos que ha dado alas a los conservadores más
recalcitrantes de la región.
El rechazo a las
minorías es, sin embargo, un fenómeno que no solo incumbe a América Latina.
“Nadie esperaba este tipo de reacción ante el progresismo mundial. La aversión
se ha internacionalizado más de lo que esperábamos”, admite el profesor de
Harvard Steven Levitsky.
Otro de los retos
que se plantean hoy es que ningún dirigente de izquierda puede asumir el
liderazgo que en su día tuvo Chávez o, en menor medida, Lula. Gustavo Petro en Colombia, y Fernando Haddad en Brasil
no lo lograron, en buena medida por el silencio de otros líderes progresistas
que prefirieron no darles un apoyo explícito, a costa de que la derecha y la
ultraderecha lograsen la victoria. El pasado julio, las elecciones en México
dejaron un sabor agridulce para las fuerzas progresistas. La victoria de López
Obrador aupó a la izquierda al poder por primera vez, no tanto quizá por su
credo como por la de los equipos que lo rodean. Todos los líderes al sur de
México consideraron su triunfo como una suerte de renacer de la izquierda, pero
las declaraciones del presidente electo —“la mejor política exterior es una buena
política interna”— auguran que no tiene la menor intención de aunar fuerzas.
La esperanza para
la izquierda quizá resida en mujeres, como Verónika Mendoza en Perú, Beatriz Sánchez en Chile o
Manuela D’Ávila (candidata a vicepresidenta con Haddad), a las que se les
augura un larga carrera política. Y muchas miradas se centran en la gestión
como alcaldesa de Claudia Sheinbaum en la capital de México, la ciudad de habla
hispana más grande del mundo, como antesala de mayores aventuras.
© El País (España)
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