Después de una guerra u otras tragedias, ¿cómo se hace
para darle un sentido a tanta muerte?
para darle un sentido a tanta muerte?
Por Cristian Vázquez
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“El relato de nuestra vida nunca es una autobiografía, es siempre una
novela”, afirma el británico Julian Barnes, en su novela Amor, etcétera.
“Nuestros recuerdos —agrega— son solo otro artificio”. La médica Iona Heath
publicó en 2007 un libro breve y maravilloso titulado Ayudar a morir,
en el que analiza las formas en que el mundo occidental afronta la muerte.
En
un capítulo dedicado a los modos en que nos contamos la muerte y la vida, la
autora cita las frases de Barnes y añade: “Hallar sentido en el relato de una
vida es un acto de creación”.
Heath también cita a Arthur Kleinmann, psiquiatra y antropólogo de la Universidad
de Harvard, quien en su libro The Illnes Narratives: Suffering,
Healing, and the Human Condition señala: “En la última etapa de la
vida, mirar hacia atrás constituye buena parte del presente. Esa mirada
retrospectiva sobre los momentos difíciles es tan fundamental para la última
etapa del ciclo vital como lo es soñar para los adolescentes y los adultos
jóvenes”.
“La coherencia, la dignidad y el significado que contiene el relato
acumulado —apunta Heath— le permiten al protagonista morir con un sentido de
valor y de realización. Eso tal vez explique por qué, al final de la vida, es
tan importante volver a contar y revivir los hechos notables”. Eso que suele
causar tantas quejas: ya está el abuelo de nuevo con sus historias…
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Significado, coherencia y dignidad. Al final de un ciclo, no solo las
personas necesitan que sus historias reúnan esas características: también lo
necesitan las naciones. Sobre todo en el caso de los episodios más traumáticos.
Fue lo que tuvieron que empezar a hacer muchos países hace justo un siglo, tras
el final de la Primera Guerra Mundial. Una carnicería (no debe haber un solo
texto sobre aquel conflicto que no emplee esta palabra) que dejó un saldo de 10
millones de muertos y 23 millones de heridos tras cuatro años de batallas
interminables. Tras contar a las víctimas, en términos numéricos, el deber fue
contarlas de otra forma: había que narrarlas, dar con una
explicación, hallar motivos que justificaran tamaña calamidad. ¿Cómo hacer para
encontrar un sentido en una guerra como aquella (o cualquier otra)?
“La inmediata posguerra ha fabricado una versión falsa del conflicto: se
ha reescrito lo que pasó en realidad”, dice la voz en off del
documental francés 14-18, el ruido y la furia, dirigido
por Jean-François Delassus y estrenado en 2008. “Ni León ni yo nos reconocemos
en ella”, añade el narrador, un soldado que sobrevivió los cuatro años de aquel
infierno. “Leo testimonios. Escucho a los historiadores contarme mi guerra”,
dice después. Y se hace la gran pregunta: “¿De qué sirven esos millones de
muertos?”
Otras maneras de preguntárselo: “¿Dónde poner los muertos cuando la
guerra termina? ¿Qué se hace con la escoria, una vez vaciada la estatua de la
gloria? ¿Con qué llenar el silencio cuando callan las ametralladoras?”. Con
esas palabras lo plantea el argentino Federico Lorenz en su novela Los
muertos de nuestras guerras, publicada en 2013. Narra el trabajo del
capitán Llwyfen, miembro de la Dirección de Registro de Tumbas, que después de
la Gran Guerra se encarga de exhumar los cuerpos diseminados por los antiguos
campos de batalla para poder darles luego sepultura definitiva, y el de Ivan
Bawtree, un fotógrafo que va a documentar aquella tarea.
La voz que narra la novela, ambientada en 1920, asegura que “se pintarán
las muertes de un modo que justifique el sacrificio”. Y también que “el
recuerdo es una historia que armamos para satisfacer nuestras conciencias, un
juego de encaje en el cual lo único que se recorta son las figuras que no
llevan nuestro nombre”. Y también que “cuando una guerra como esta termina,
nuestras cuerpos y nuestras muertes siguen hablando sin que nosotros podamos
hacer algo al respecto. Lo que hay debajo de las cruces termina importando
menos que lo que los vivos dicen encima de ellas”.
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Pero, como toda (buena) novela histórica, Los muertos de
nuestras guerras no solo recrea un episodio del pasado, sino que
también —sobre todo— interpela al presente, discute con el contexto en el que
ha sido escrita. Todos los países tienen muertos y desaparecidos que contar.
Por eso los miembros de la Dirección de Registro de Tumbas enfatizan en varias
ocasiones que recuperarán los restos de muchos caídos, pero no los de todos. Un
comunicado oficial, pegado en una pared bajo el título de “El cuidado de los
muertos”, reza:
“En todas las
guerras, el temor de que el cuerpo de un soldado se pierda por completo ha sido
un tormento para sus allegados. Aun en esta guerra ha habido pérdidas irreparables
como esa. Pero en ninguna gran guerra tanto ha sido hecho para prevenir que ese
tormento especial se agregue a las penurias de la ansiedad y el duelo”.
Por eso en otro pasaje el narrador se pregunta: “¿Qué le importa a la
Nación un cadáver? ¿Importarán en el futuro mil? ¿Diez mil? ¿Treinta mil?”. No
es una cifra al azar: así como hay gente que niega el Holocausto, hay en la
Argentina gente que cuestiona la cifra de treinta mil desaparecidos que dejó
como saldo la última dictadura cívico-militar (1976-1983).
Por eso una mujer que día tras día busca y no encuentra la tumba de su
hijo en un cementerio de Ypres se protege de la llovizna con un pañuelo blanco
que lleva sobre la cabeza, anudado bajo el mentón. Es, por supuesto, la seña de
identidad de las Madres de la Plaza de Mayo. El jardinero que cuida el
cementerio la conoce, porque la ve todos los días. “Con todos los muertos que
hay aquí —asegura—, y con los que seguirán faltando, este tipo de cosas
continuarán sucediendo mientras quede un vivo que los recuerde”.
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Hacia el final de la novela, el fotógrafo Bawtree le pregunta al capitán
Llwyfen (el cual, como el narrador de 14-18, el ruido y la furia,
ha sobrevivido a los cuatro años de guerra) si no le preocupa que todo lo que
ha vivido se pierda.
—Podría, si quisiera —le sugiere—, escribir textos que explicaran estas
fotos, describir su trabajo, contar sus experiencias.
—No se preocupe, ya alguien escribirá por nosotros —responde el
capitán—. El regreso será largo, habrá tiempo.
Ha habido tiempo, un siglo ya. Y se han escrito, de hecho, bibliotecas
enteras en busca de encontrar un sentido en aquella guerra (y en todas las
demás).
Hace poco más de diez años, el español Jesús Zomeño publicó, en una
colección llamada “Laberinto de la memoria”, unos libritos artesanales con
textos de varios autores. Relatos muy breves inspirados, un poco como quería
Bawtree, en fotos de la Primera Guerra Mundial. Uno de esos libritos se
titula Las últimas palabras del soldado Crombez, y se compone de lo
último que, según la imaginación de una treintena de autores, el hombre en
cuestión dijo justo antes de morir. Anotó Zomeño en el prólogo:
“Se llamaba Crombez
y era un soldado belga que murió en 1918, en el bosque de Houthulst. Su memoria
no ha dejado más detalles, salvo este retrato rescatado al azar de una subasta
de internet. Recrear lo que pudo haber dicho al morir no es un ejercicio de memoria,
sino de olvido. En el olvido todo es posible porque, en ausencia de una
certeza, hemos de admitir que no hay nada imposible. Puede así que alguna o que
todas las frases sean ciertas. Cuando pasen los años, quizá tampoco recuerde
nadie quiénes somos nosotros, mucho menos lo que una vez imaginamos juntos del
soldado Crombez”.
Así es la cosa: a todos nos espera el olvido. Son los vivos los que
siempre (nos) contarán, quienes dirán lo que importa, los que dictaminarán
incluso las últimas palabras de quienes ya no estén. Como las que cierran el
librito editado por Zomeño, escritas por Juan Carlos Valera, tan posibles como
universales. Porque el soldado Crombez y cualquier otra persona puede morir con
un lamento en los labios: “¡Ay! Por qué te amo tanto…”
© Letras Libres
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