Fernando Haddad y Jair Bolsonaro, en una polarización inédita en Brasil. |
Nadie sabe con certeza cómo irán las elecciones brasileñas:
quién ganará, quién irá al ballottage.
Precisamente esta es la sombra que se proyecta sobre el futuro de Brasil:
incertidumbre, imprevisibilidad y, por lo tanto, peligro. Pero hay otra sombra,
si las encuestas son correctas: la polarización, inédita en estas dimensiones.
La corrupción y la recesión han marcado, después de una era
de esplendor, el declive del largo ciclo de gobierno del PT; indignada, una
parte de la población se ha volcado hacia Jair Bolsonaro, un personaje
impresentable y peligroso. Provocativo y violento, sexista y autoritario;
alguien que hace que Donald Trump parezca un párroco apacible. He ahí, sin
embargo, que el surgimiento de Bolsonaro y la dedicación de los jueces lograron
resucitar al PT, que hasta entonces había recibido palizas a cada elección
local: Fernando Haddad, el delfín de Lula, se diría hoy destinado a disputarle
la presidencia; más: a soplársela. La victimización es un arma política
poderosa y afilada.
Ocurre así que los dos candidatos más votados podrían ser
aquellos que más rechazo suscitan entre los que no los votan. Es fácil imaginar
que su lidia no terminará con las elecciones. Apretado entre ellos, el Brasil
moderado se asemeja a un guiso sin sabor: miríadas de candidatos descoloridos y
resignados que no han movido un dedo, no han inventado nada para desviar el
tren que los llevaba al matadero. Triste debacle y oportunidad perdida por una
clase dirigente incapaz de dirigir nada. Es un búmeran rotundo para quienes,
hace dos años, centraron todo en el impeachment
de Dilma Rousseff.
La naturaleza de la crisis brasileña y el peligro que se
cierne tienen dos dimensiones. La primera es política e institucional: siempre,
pero más aún desde el retorno a la democracia, Brasil tuvo un sistema político
muy farragoso, fragmentado en una miríada de partidos y atravesado por fallas
territoriales. Aunque esto hace que sea engorroso, opaco e ineficiente, hasta
ahora ha prevalecido la fuerza centrípeta impresa por dos partidos: el PT en un
lado y el PSDB en el otro. Su competencia empujó al grueso del electorado hacia
el centro, fortaleciendo las instituciones y consolidando la democracia. Hoy ya
no es así; rotos los terraplenes, los votantes brasileños están en salida libre
y las fuerzas centrífugas amenazan hacer implosionar el sistema.
La segunda dimensión es la económica. Brasil sigue siendo el
habitual gigante con pies de arcilla: su enésimo "milagro" ha durado
poco, no es comparable al de los países asiáticos y se ha derrumbado como un
castillo de naipes apenas terminado el auge de las materias primas, signo
evidente de escasa sostenibilidad. El batacazo, se sabe, fue tremendo: profunda
recesión, déficit fiscal por las nubes, inflación en ascenso peligroso. Y
desconfianza, tanta desconfianza. Las causas son conocidas, las taras atávicas:
proteccionismo, baja productividad, alta informalidad, débil mercado de
capitales, grave desigualdad, administración pública pletórica, servicios
públicos de mala calidad, etcétera. Como muchas economías latinoamericanas, la
brasileña está atrapada en mil jaulas corporativas. Los gobiernos del PT no las
atacaron para no desagradar a su electorado. Con el tiempo, se deslizaron hacia
las recetas populistas típicas, bombeando el gasto público. La herencia es
pesada, por no decir desastrosa. Pero si este legado se encuentra entre las
principales causas de la implosión del sistema político, el remedio pasa por la
solución de la crisis política; el futuro económico depende más que nunca del
futuro político.
Entonces volvemos al punto de partida: ¿qué escenarios
políticos se abren en el horizonte brasileño... El primero, más temido y muy
evocado hoy, es el escenario "venezolano": presa de los demonios de
la polarización ideológica, el milenarismo religioso y el populismo político,
los brasileños enviarán a la segunda vuelta las fuerzas más extremas, el
nacionalismo autoritario y vulgar de Jair Bolsonaro y el victimismo pauperista
del PT, devuelto al radicalismo del pasado. En este caso, el odio mutuo sería
la mejor arma de ambos. Lanzado en tal declive, Brasil correría hacia la
disolución del tejido institucional y el sometimiento de la economía a los
imperativos políticos del gobierno de turno: al igual que Venezuela. La
democracia está en peligro, dicen muchos brasileños. Cómo no darles la razón...
Pero este escenario aterrador no es el único posible. Ni
siquiera el más probable. Es casi imposible, pero podría incluso suceder que un
candidato moderado de lealtad granítica al sistema democrático logre llegar al ballottage, y que el polo constitucional
de la democracia se coagule en torno a él contra el polo populista. O puede
suceder que el PT diluya en agua el vino extremista para formar alianzas y
establecer compromisos, con el fin de expandir sus bases precarias de consenso,
erosionadas por los escándalos: es el escenario más probable, dado el perfil de
su candidato, aunque sobre la duración y la sinceridad de esta
"conversión" sería razonable dudar.
Este último podría llamarse, con buena razón, escenario
"brasileño". Un escenario que tiene fortalezas y debilidades. Los
méritos son obvios: se movería en el surco de la historia de Brasil, donde
prevalecen largos períodos de estabilidad entre rupturas agudas, pero nunca
demasiado violentas o traumáticas. No es que la historia esté destinada a
repetirse, pero rara vez cambia por completo. De hecho, a pesar de todo, las
instituciones, la clase dirigente y la opinión pública brasileñas son mucho más
sólidas y pluralistas que en Venezuela cuando abrieron sus puertas al chavismo.
De ser así, Brasil tendría tiempo y forma de lamer sus heridas y reflexionar
sobre las causas de la pesadilla que ha perturbado sus sueños durante años.
Pero aquí los defectos entrarían en juego: el peligro real sería entonces que
en lugar de atacar las causas del despegue siempre perdido, su clase política
prefiriera volver a flotar, arrastrando los mismos problemas. Pronto, en este
caso, Brasil volvería a mirar al abismo.
(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
© La Nación
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