Por Arturo Pérez-Reverte |
Esa noche había cena
medio formal, y tras una mañana de entrevistas y conversaciones me había tumbado
a dormir un rato. Ahora estaba despierto, y tras una ducha me puse una camisa
blanca sin corbata, un traje gris oscuro y unos zapatos negros. Pasarían a
buscarme en una hora, y anochecía. Decidí bajar a esperar en la terraza, que
era muy agradable. Y al llegar al pie de las escaleras, la vi otra vez a ella.
Era la sexagenaria –casi septuagenaria, creo– más
guapa que he visto en mi vida. Imaginen a Romy Schneider más alta y elegante,
habiendo sobrevivido razonablemente a los estragos de la vida. Tenía unos ojos
claros que las minúsculas arrugas en torno embellecían, y llevaba el cabello
recogido tras la nuca, descubriendo el cuello con un sencillo collar de perlas.
Vestía de negro, bolero y pantalones holgados sobre zapatos de tacón alto. Era
la encargada de gestionar la residencia, una especie de directora. La casa
había pertenecido a su marido y ahora era de no sé qué entidad. Viuda desde
hacía años, la habían puesto al frente. Se encargaba de que todo estuviera en
orden y de recibir a los visitantes.
El día anterior me había recibido a mí. Era el
único huésped. Cuando llegué esperaba en la puerta, correcta y educadísima, y
me había enseñado la residencia antes de ir a la escalera que conducía a mi
habitación. Para los que fuimos criados en otro tiempo, hay dos maneras
deliberadas de subir escaleras estrechas con una mujer. En Francia el hombre
suele ir delante, por no tener a la vista lo que podría ser incorrecto tener.
En España el hombre suele ir detrás, por si la señora tropieza en los peldaños.
Por eso al llegar a la escalera me detuve instintivamente, y ella lo hizo
también. Nos miramos indecisos; y entonces, con una sonrisa que habría fundido
el hielo de todas las cocteleras de la Costa Azul, con toda la coquetería
depurada en una larga vida de elegancia y belleza, subió delante de mí,
permitiéndome admirar un espectáculo que, pese a su edad, seguía siendo
fascinante.
Cuando bajé era de noche y ella estaba al pie de la
escalera, puntillosa y cortés. Dije que esperaría el automóvil en la terraza, y
se ofreció a hacerme compañía mientras tanto. Vagamente incómodo le rogué que
no se molestara por mí, que esperaría solo; pero se empeñó en sentarse a mi
lado. Me intimidaba un poco, tan mayor y tan bella. Tan atractiva. Habló de la
residencia, de su difunto marido, de su infancia cerca de allí, de Somerset
Maugham, al que había conocido siendo jovencita. Tenía una voz educada y dulce,
muy francesa, y eso daba un encanto especial a la penumbra de la terraza, con
los grillos cantando en el jardín. Me ofreció un cigarrillo y fue la única vez
que estuve a punto de fumar en veinte años. Poco a poco fuimos hablando de
cosas más personales y complejas. Dejé de estar intimidado.
En un momento determinado, al hilo de un comentario
suyo, formulé la pregunta: «¿Qué pasa con la belleza?», quise saber. No me
refería en concreto a su belleza, que seguía siendo extrema,
sino a la belleza en general. Al patrimonio exclusivo de cierta edad ya remota,
que seguía administrando con sabio esmero. Dije sólo eso, porque realmente me interesaba
la respuesta y porque un novelista es un cazador de respuestas, y ella se quedó
callada un instante y la brasa de su cigarrillo brilló dos veces antes de que
respondiera. «Sólo hay una forma de soportar la demolición –dijo al fin–.
Recordar lo que has sido y guardar las formas de acuerdo con tu memoria y con
tu edad. No declararte nunca vencida ante el espejo, sino sonreírle, siempre
desdeñosa. Siempre superior». Lo dijo y se quedó callada escuchando los sonidos
de la noche. «Supongo –comenté al cabo de un momento– que para eso son
necesarios valor, inteligencia y mucho aplomo». Ella siguió fumando en
silencio. Mirábamos la luna sobre el mar, los reflejos de luces de Niza en la
bahía. Y entonces, un poco después, como si hubiera recordado de pronto mi
pregunta olvidada, dijo: «Se trata de no dejarse ir. De convertir las maneras
en una regla moral». Y encendió otro cigarrillo, iluminada por los faros del
automóvil que venía a buscarme haciendo crujir la gravilla frente a la terraza.
© XLSemanal
0 comments :
Publicar un comentario