Jair Bolsonaro |
El próximo 28 es probable que Brasil elija presidente a un político que
no solo hace gala de su misoginia, de su homofobia y de un autoritarismo
violento, sino que, habiendo hecho campaña explícita con esos valores, ha
logrado que casi la mitad de un electorado de unos 117
millones lo vote.
La sorpresa del crecimiento electoral de Jair Messias Bolsonaro ha sido
mayúscula y los múltiples interrogantes que ha disparado pueden sintetizarse en
tres: ¿cómo es posible que este personaje extremista haya sacado semejante
cantidad de votos en un país cuyo electorado no está (o no parecía) volcado a
la extrema derecha?; ¿puede el resto de las fuerzas democráticas revertir en
una segunda vuelta este resultado?; por último, si Bolsonaro gana el
ballottage, ¿qué puede esperarse de su presidencia?
Ante todo, pareciera recomendable no mirar la política brasileña con las
anteojeras argentinas, porque eso nos llevaría a hacer foco en cuestiones que
son importantes para el funcionamiento de nuestro sistema político, pero no
necesariamente para el de nuestro gigante vecino. O sea, no tratar de entender
lo que sucede en Brasil desde las características de nuestra
"grieta", o desde nuestro "que se vayan todos" de 2001, o
desde la historia de nuestro militarismo rampante pasado.
Si todo país es un conjunto de múltiples realidades, Brasil ostenta una
exuberancia que se traslada a la política, con índices de fragmentación
partidaria altísimos y que fue gobernado de modo más o menos estable mediante
amplias coaliciones presidenciales de gobierno. Un gabinete ejecutivo en el que
más de veinte ministerios son distribuidos entre las principales fuerzas
políticas, acuerdo que se replica en el Congreso Nacional que busca unificar
esa diversidad federal y la atomización partidaria.
Las características del triunfo de Bolsonaro en la primera vuelta que
casi vuelve innecesario el ballottage (de haber sido elegido bajo las reglas
electorales argentinas, hubiera sido presidente directamente) se apoyan en una
estrategia de alguien que no es un outsider de la política. Y
que no tiene nada que ver con esos empresarios que hacen política prometiendo
"gestión y nada más que gestión". El brasileño, en cambio, ha vivido
de la política profesional por tres décadas y enhebró una serie de acuerdos
decisivos en su victoria, propios de un viejo lobo parlamentario.
Por el lado de la política concreta, Bolsonaro basó su acuerdo en lo que
se conoce en Brasil como las tres B: buey, Biblia y bala. Es decir, con la
dirigencia política ligada a los terratenientes agrarios (luego de que el caso
Odebrecht dejara mal parada a la poderosa burguesía industrial brasileña), con
la extendida red de líderes de las iglesias evangelistas activados contra la
"ideología de género" y, por último, encaramándose como candidato de
la "mano dura" y de las Fuerzas Armadas y de seguridad.
Esa amplia base conservadora contrastó con la postura de Lula de no
impulsar un acuerdo entre los candidatos de centro izquierda, que fueron
perdiéndose en la centrifugación generada por Bolsonaro, y las dudas respecto
del más débil candidato del PT, Fernando Haddad.
Por el lado de la campaña propiamente dicha, Bolsonaro desplegó un
verdadero "marketing del exceso". Sus declaraciones insultantes y
autoritarias constituyeron el corazón de una estrategia en las redes sociales
tan eficaz como desagradable e inquietante. Pareciera que esta liquidez de la
política abrumadora (parafraseando, podría decirse que hoy "la única
realidad es la virtualidad") plagada de fake news,
hostigamientos textuales y meméticos, y posverdades brinda una extendida
licencia para la enunciación y el festejo de barbaridades que no otorgaban los
medios de comunicación tradicionales.
Contrarreacción conservadora a la ampliación genuina de derechos de la
última década, pero también frente una corrección política que adquiere muchas
veces ribetes ridículos: por ejemplo, la relativización militante de la
corrupción generalizada de muchas de las experiencias autodenominadas
"progresistas" y la defensa insostenible por parte de dirigentes y
voceros de izquierda de personajes como Nicolás Maduro, Vladimir Putin, Daniel
Ortega o Bashar al-Assad.
La caída en desgracia de las experiencias populistas de izquierda de la
región -tan atadas al ciclo de las commodities- se ha manifestado en Brasil en
una crisis que perpetúa los problemas económicos y azuza el principal flagelo
que azota a los grandes conglomerados urbanos: una tasa espeluznante de
homicidios y robos.
Bolsonaro se encargó de ganarse de entrada el beneplácito de esa voz
crucial -en medio de la volatilidad financiera- que asume el mercado. Adelantó
así el nombre de quien sería su ministro de economía, Paulo Guedes, un Chicago
boy (quien en su ortodoxia neoliberal podría entrar en conflicto con el
desarrollismo industrialista típico de las Fuerzas Armadas) y los mercados
reaccionaron eufóricos.
Pero fundamentalmente para su mensaje electoral, y desde la naturalidad
de sus convicciones autoritarias, Bolsonaro ha sacado rédito de aparecer como
el único candidato con la voluntad y la capacidad para enfrentar el flagelo de
la inseguridad (cosa que se hace evidente en su triunfo electoral homogéneo en
ciudades como Río de Janeiro y San Pablo y su debilidad relativa en las
ciudades más chicas del nordeste). Un justiciero de "mano dura", una
caricatura grotesca de un Dirty Harry tardío, lo vuelve peligrosamente
presentable ante un electorado que festeja ahora sus boutades virtuales,
pero que una vez materializadas desde el poder presidencial pueden tener
consecuencias nefastas.
Por cierto, las mismas características fragmentadas del sistema político
quizá funcionen como limitante institucional para Bolsonaro, quien deberá
extender su sistema de alianzas para intentar conseguir los puntos que le
faltan para ganar en primera vuelta (cosa que parece muchísimo más fácil que la
concreción de un gran acuerdo de centroizquierda producto de postergar la
rivalidad egótica entre sus diferentes candidatos).
Por otra parte, la ausencia de un espacio mayoritario en el Congreso (el
PT es la primera minoría, con poco más del 10% de las bancas) y la repartija de
las gobernaciones entre varios partidos políticos (consecuencia también de un
sistema de votación electrónico que orienta la elección hacia los candidatos y
no hacia las fuerzas partidarias) configuran una suerte de
"presidencialismo disperso" muy difícil de gobernar. Caldo de cultivo
para un hiperpresidencialismo tan autoritario como inestable.
Frente a todas las incertidumbres, de algo no puede haber duda: lo que
suceda en Brasil tendrá efectos muy importantes sobre la política de la región
y muy especialmente sobre la Argentina. Guillermo O'Donnell alertaba sobre el
peligro de que nuestras frágiles democracias -ya inmunizadas de la ocurrencia
de golpes militares- sufrieran la agonía de una muerte lenta, en el
debilitamiento de las energías democráticas.
La probable llegada de Bolsonaro a la presidencia de la democracia más
grande de América Latina constituye un retroceso decepcionante en los valores
que creíamos, ilusionados, que ya eran carne permanente de la política en la
región.
(*) Profesor de Política Comparada en la Carrera de Ciencia Política de
la UBA
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario