Por Caetano Veloso (*) |
Cuando le dije la frase del maestro a un amigo
estadounidense, él replicó: “Ningún país lo es”. Mi amigo tenía algo de razón.
En cierta forma, Brasil quizá no sea tan especial.
Ahora mismo, mi país está demostrando ser una
nación como muchas. Al igual que otros Estados del mundo, Brasil se está
enfrentando a una amenaza de la extrema derecha: una tormenta de
conservadurismo populista. Nuestro nuevo fenómeno político, Jair Bolsonaro,
el candidato favorito para
ganar la elección presidencial del domingo, es un capitán retirado del Ejército
brasileño que admira a Donald Trump,
pero que en realidad se parece más a Rodrigo Duterte, el
líder autócrata de Filipinas. Bolsonaro apoya la venta irrestricta de armas de
fuego, propone que haya una presunción de defensa propia si
un policía mata a un “sospechoso” y declara que un hijo muerto es preferible a
uno homosexual.
Si Bolsonaro gana la elección, los brasileños
pueden esperar una oleada de terror y odio. De hecho, ya se ha derramado
sangre. El 7 de octubre, uno de los simpatizantes de Bolsonaro apuñaló a mi amigo Moa do
Katendê, músico y maestro de capoeira, en el estado de
Bahía por un desacuerdo político. Su muerte dejó a los habitantes de la ciudad
de Salvador con dolor e indignación.
Recientemente, he estado pensando en la década de
los ochenta. Grababa discos y daba conciertos con entradas agotadas, pero sabía
lo que tenía que cambiar en mi país. En esos años, los brasileños luchábamos
por tener elecciones libres después de más de veinte años de dictadura militar.
Si entonces me hubieran dicho que algún día elegiríamos como presidentes a
personas como Fernando Henrique Cardoso y después a Luiz Inácio Lula da Silva,
me habría parecido un sueño inalcanzable. Pero luego sucedió: las elecciones
de Cardoso en 1994 y
de Lula da Silva en 2002 tuvieron
una enorme carga simbólica. Demostraron que éramos una democracia y
contribuyeron a cambiar nuestra sociedad al ayudar a millones de personas a salir de la pobreza.
La ciudadanía brasileña adquirió un mayor respeto por sí misma.
Sin embargo, a pesar del progreso y la aparente
madurez del país, Brasil, la cuarta democracia más grande del mundo, está lejos
de tener una democracia sólida. Hay fuerzas oscuras, tanto en el interior como
en el exterior, que nos están haciendo retroceder y hundirnos.
La vida política del país ha estado en decadencia
desde hace tiempo: primero, una recesión económica; después, una serie de manifestaciones en 2013;
más tarde, la destitución de
la entonces presidenta Dilma Rousseff en 2016 y, finalmente, un escándalo de corrupción enorme que
llevó a muchos políticos, incluyendo a Lula da Silva, a prisión. Los partidos
de Cardoso y Lula quedaron gravemente afectados y la extrema derecha vio una
oportunidad.
Muchos artistas, músicos, cineastas y pensadores se
encontraron en un ambiente de ideólogos reaccionarios que —a través de libros,
sitios web y artículos periodísticos— han desacreditado los esfuerzos para
superar la desigualdad al equiparar las políticas socialmente progresistas con
una pesadilla parecida a Venezuela. También han propagado el miedo de que los
derechos de las minorías van a socavar los principios religiosos y morales, o
simplemente han adoctrinado a las personas a la brutalidad a través del uso
sistemático del lenguaje despectivo. El ascenso de Bolsonaro como una figura
mítica cumple con las expectativas que ese tipo de ataque intelectual creó. No
es un intercambio de argumentos: aquellos que no creen en la democracia actúan
de manera insidiosa.
Los principales medios noticiosos han optado por
mitigar estos peligros, lo que ha resultado favorable para Bolsonaro, porque
las elecciones se han descrito como un enfrentamiento entre dos extremos: por
un lado, el Partido de los Trabajadores que podría guiarnos a un régimen
comunista autoritario y, por el otro, Bolsonaro, quien combatirá la corrupción
y hará que la economía sea amigable con los mercados. Muchos miembros de los
medios más establecidos ignoran de manera deliberada que Lula respetó las
normas democráticas mientras que Bolsonaro ha defendido en repetidas ocasiones
la dictadura militar de las décadas de los sesenta y setenta. De hecho, en
agosto de 2016, durante el juicio político a Rousseff, Bolsonaro dedicó su voto para destituirla
a Carlos Alberto Brilhante Ustra, quien dirigió un centro de tortura
en los setenta.
Como figura pública en Brasil, es mi deber tratar
de esclarecer los hechos. Ahora ya soy viejo, pero en los años sesenta y
setenta era joven, y recuerdo todo. Así que debo hablar.
A finales de la década de 1960, la junta militar
arrestó y encarceló a muchos artistas e intelectuales por sus ideas políticas.
Yo fui uno de ellos, igual que mi amigo y colega Gilberto Gil.
Gilberto y yo pasamos una semana cada uno en una
celda sucia. Después, sin explicación alguna, nos trasladaron a otra prisión
militar, donde pasamos dos meses. Luego estuvimos en arresto domiciliario
durante cuatro meses hasta que, finalmente, nos exiliamos, y así permanecimos
dos años y medio. Había otros estudiantes, escritores y periodistas
encarcelados en las mismas celdas que nosotros, pero ninguno fue torturado. Sin
embargo, por las noches escuchábamos gritos. Tal vez eran presos políticos
sospechosos de tener vínculos con grupos de la resistencia armada, según el
Ejército, o quizá eran simples jóvenes pobres a quienes habían atrapado robando
o vendiendo droga. No he podido olvidar esos sonidos.
Algunos dicen que las declaraciones más despiadadas
de Bolsonaro son solo una pose. Es cierto que suena muy parecido a muchos
brasileños comunes y corrientes, y está manifestando abiertamente la brutalidad
superficial que muchos hombres piensan que deben ocultar. Pero el número de mujeres que votan por
él, en todas las encuestas, es mucho menor al de los hombres. Para gobernar a
Brasil, Bolsonaro tendrá que enfrentarse al Congreso y a la Corte Suprema, así
como al hecho de que las encuestas muestran que una mayoría más amplia que nunca
de brasileños opina que la democracia es el mejor sistema
político.
Usé la frase de Jobim —“Brasil no es para
principiantes”— para darle un toque de humor a mi perspectiva de nuestros
tiempos difíciles. El gran compositor lo decía con ironía, pero expresó una
verdad y destacó las peculiaridades de nuestro país: una nación gigantesca en
el hemisferio sur, con una mezcla racial intensa y la única del continente
americano donde se habla portugués como idioma oficial. Amo Brasil y creo que
puede aportarle nuevos colores a la civilización; creo que la mayoría de los
brasileños lo aman también.
Muchas personas han dicho que planean irse a vivir
al extranjero si gana el militar retirado. Yo nunca he querido vivir en otro
país que no sea Brasil, y ahora tampoco quiero hacerlo. Ya me obligaron a vivir
en el exilio una vez. No volverá a pasar. Quiero que mi música, mi presencia,
sean una resistencia permanente ante cualquier rasgo antidemocrático que pueda
surgir del probable gobierno de Bolsonaro.
(*) Compositor,
cantante, escritor y activista político brasileño
© The New York
Times
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