Por Gustavo González |
En otro país podría tan solo expresar la voz institucional de conmoción.
Por lo que implica la imagen de un Estado corrupto y hasta por el pesar
ante una mayoría que confió en un ex mandatario que termina asociado a
hechos delictivos.
Si esa declaración proviniera de un funcionario que está ideológicamente
en las antípodas del ex presidente en cuestión, hasta podría reflejar la
madurez de una sociedad que mira más allá de los enfrentamientos internos y del
corto plazo.
Pero la Argentina es un país quebrado, en distintos sentidos.
País anómalo. En la historia nacional es normal ver presos a los presidentes. Las
dictaduras militares llevaron a la cárcel a Yrigoyen,
Perón,
Frondizi,
Isabel y Menem. La Justicia lo
hizo con Menem (contrabando de armas), estuvo a punto de hacerlo con De la Rúa
(coimas en el Senado), y probablemente lo haga con Cristina Kirchner.
La normalidad argentina es que los funcionarios exijan coimas y que
los empresarios las paguen. Y ninguno de ellos vaya preso.
La anormal normalidad argentina es que cada nuevo presidente
construye sobre la destrucción del anterior. La imagen estadounidense de
los ex presidentes acompañando al nuevo, al menos en los grandes eventos
nacionales y más allá de los duros enfrentamientos que suceden en el mientras
tanto, acá es inimaginable. Imposible esperar que para el inicio de las
sesiones ordinarias, por ejemplo, pueda verse la foto de Macri con Isabel, De la Rúa, Rodríguez Saá,
Duhalde y Cristina.
No lo aceptarían ellos y, probablemente, tampoco la sociedad.
Los argentinos nos acostumbramos a la anomalía institucional de que
todo empieza de cero cada cuatro o 12 años.
Desde afuera mete miedo un país así.
Culpable. Es en ese contexto que Germán Garavano comete
el error de hablar como si fuera el ministro de Justicia de un país normal.
Y la Argentina es un país anómalo o con normalidades diferentes.
Aquí Garavano es culpable y debió dar una larga explicación de por qué
osó decir lo que dijo, aunque no fuera suficiente para evitar que esta semana Carrió presentara un
pedido de juicio político en su contra.
Puertas adentro puede verse como normal que la principal aliada del
Gobierno sea también uno de sus principales críticos, se entiende quizás como
un juego de contención de sectores sociales que conforman la base electoral del
macrismo, pero que cuestionan algunas de sus formas. O se acepta como una
inevitabilidad política: Lilita es como es.
Pero desde otras ciudades del planeta no se termina de entender este
tipo de estrategias políticas o de autoflagelación oficialista que suceden
en medio de la mayor crisis económica desde 2001.
A esos ojos extrañados por lo que ocurre en este fin del mundo, se les
podría explicar que las sospechas de Carrió se enmarcan en una larga historia
de intervención del poder político en la Justicia, de jueces funcionales a las
necesidades del gobierno de turno y de políticos corruptos.
Si hiciera falta, además se podrían detallar las interminables pistas
que prueban un latrocinio organizado desde la cúpula del Ejecutivo durante los
12 años de las administraciones Kirchner.
Lo que igual llamaría la atención es que la socia, amiga y aliada del
Presidente, esté segura de que en su gestión se busca blindar de impunidad a
Cristina, a tono con la pretensión oficialista de que ella es la mejor
contendiente electoral para garantizar la reelección.
Espías terapéuticos. El caso Carrió siempre mereció un tratamiento
especial para Macri. Su alianza con la líder de la Coalición Cívica le aportó
un escudo ético ideal para un apellido tan asociado a los diferentes gobiernos,
la obra pública y las denuncias judiciales. Macri sabía que se trataba de
una socia inmanejable, pero asumió el costo en pos de un beneficio electoral y
en contra de lo que sus estrategas le proponían y los otros líderes del PRO le
advertían.
Carrió conoce lo que se decía y se dice de ella en esas mesas chicas y
también sabe que Macri la necesita. Ellos lo llaman amor, pero son
conveniencias mutuas.
La cofundadora de Cambiemos
es una cuestión de Estado para el Presidente. Por eso, desde el primer momento
le pidió a un amigo y asesor, no funcionario, que se volviera parte de su
intimidad. Una suerte de espía terapéutico que la contuviera y lo mantuviera
informado sobre sus próximos pasos.
Pero sucedieron dos cosas inesperadas.
Una, que pronto se dieron cuenta de que ella es impredecible. Fue cuando
le preguntaron al "espía" si Lilita diría algo que el Gobierno
esperaba que dijera: “Sí –respondió–, ayer comentó que lo diría porque coincide
con lo que piensa.”
—OK. Si dijo eso quiere decir que nos podemos quedar tranquilos.
"No –respondió resignado el amigo del Presidente–, solamente quiere
decir que ayer dijo eso".
Lo segundo que pasó fue que, a los pocos meses, este hombre suplicó no
cargar solo con una relación tan intensa. Desde entonces le dio una mano otra
persona de confianza de Macri, en este caso un funcionario de primera línea.
Ambos reflejan los pesares cotidianos de la relación, en especial en semanas
como éstas, pero también el afecto que le llegaron a tener.
El tercer hombre clave en la contención de Carrió, por lo menos en
épocas electorales, es Santiago Nieto. Es el intermediario en la imposible
relación de ella con Duran Barba. Nieto es socio y amigo del estratega del Gobierno,
y es quien le traduce a la diputada los lineamientos de los objetivos de
campaña.
Carrió está convencida de que Duran Barba es el
"demonio" y él, que ella le hace mucho daño al país. Las críticas de
Carrió a Garavano llegan por elevación al ecuatoriano, a quien ve como el
cerebro de una supuesta operación para salvar de la cárcel a Cristina y
mantenerla como rival eterna y funcional al macrismo.
Nieto cree que Lilita es más previsible de lo que muchos funcionarios
piensan y no le parece descabellado que algún día su amigo y ella hagan las
paces.
Nueva normalidad. Carrió más, Carrió menos, la pregunta de fondo es cuándo la Argentina
acotará su dosis de anormalidad.
Llegar a ser un país en el que un ex presidente vaya preso si robó y que
eso represente la satisfacción de que la ley se cumple y no el festejo por una
nación con políticos y empresarios corruptos.
Un país en donde se reconozca que no todo lo que hizo el gobierno que se
fue estuvo mal, ni todo lo que hará el nuevo será considerado así. En el
que pueda haber políticas de Estado que no corran el riesgo de girar 360° cada
cuatro años. Menos agrietado intelectualmente, capaz de entender que la grieta
es un negocio solo para los que viven de ella.
En La estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn
explicaba que, ante una anomalía profunda, los paradigmas de la ciencia
eclosionan y se genera un cambio tal que él denomina “revolución científica”,
con el surgimiento de nuevos paradigmas.
Quizás la anomalía argentina ya es lo suficientemente profunda como para
que dé a luz una nueva y revolucionaria normalidad.
Más parecida a lo que podría ser un país mejor.
© Perfil.com
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