Por Roberto García |
Tampoco se sabe si diez años después, en 1955, esa misma Iglesia Católica actuó
con el mismo criterio de sensatez para revertir aquella decisión inicial y
cambiarla por una combatividad ferviente, sangrienta inclusive, para voltear
al gobierno peronista elegido en las urnas y entronizar a lo que luego se
llamó Revolución Libertadora. Esas dos operaciones en una sola década,
contradictorias entre sí, respondieron obviamente a la bendición papal, a la
instrucción vaticana. Y el papa no era argentino.
De ayer a hoy. Pocos se explican, ya con el vecino de Flores en la sede romana, la
razón por la cual una tirria manifiesta contra la administración Kirchner mudó
luego en una cálida acogida a la viuda y accesorios, primero Insaurralde, luego
los camporistas ilustrados. Debilidades humanas. O de Estado. Y, en tren de
menor interés, a más de uno le cuesta comprender el motivo por el cual desde
que se calzó el solideo máximo, Francisco siempre mantuvo en capilla y bajo
sospecha de corrupción y otras yerbas a Hugo Moyano, no le concedió
ninguna entrevista –tratamiento reservado para enemigos personales como Sergio
Massa– y, ahora, le habilita un marco excepcional como la Basílica de Luján y
el protocolo de su jerarquía más allegada a favor de un acto contra el gobierno
Macri (aunque antes le había concedido audiencia al hijo más revoltoso,
Pablo, el complicado ahora en causas judiciales). Cierta piedad
quizás se advierta en esa licencia: finalmente, en su misión, el Sumo Pontífice
ha visitado cárceles, asistió a los más condenados, les ha besado los pies.
Pero en esa convocatoria, para muchos, la Iglesia ofició como excusa de otra
exigencia superior, política. No en vano, dos de sus principales motores, el
jesuita Lugones y el responsable del distrito eclesiástico, Radrizzani,
se enfrentaron por presidir la celebración religiosa, como si se tratara de una
pugna protagónica en la figuración del cartel francés.
Algo más pedestre que la crítica situación social atendida por los
obispos, como suele pregonar el mensaje de la Iglesia. Habrá seminaristas y
sacerdotes que esclarezcan actitudes de una institución milenaria, pero resulta
algo descomedido seguir a pie juntillas la declaración posterior de que el Papa
nada tuvo ver en ese acto, le evitó culpabilidad más que responsabilidad a su
vicario, como si se hubiera tratado de una misa inconveniente, errada,
desconocida para su tutor. “No tuvo injerencia Francisco”, señalo Radrizzani,
curiosamente la única autoridad que tiene directa dependencia del
Papa debido a la grandiosa santidad de la Virgen de Luján, por
encima o ajena al propio Arzobispado de Buenos Aires. Se supone que nadie llega
a esos cargos cometiendo deslices, menos en la Iglesia. Poco feliz la
intervención de Radrizzani, por otra parte: es hábito en el historial del
Vaticano no desmentir, corregir o comentar episodios. Sabios expertos de la
comunicación concluyeron que las explicaciones suelen embarrar o complicar los
hechos, más bien les reserva esos entierros orales y públicos a los políticos,
unos advenedizos en la materia. Mas inútil la aclaración cuando en la
celebración, como es público, ademas de la privilegiada familia Moyano –a la
que se le deparó una entrevista privada– concurrieron algunos de los preferidos
de Francisco, cristinistas en su mayoría, como el aspirante a abogado defensor
de la viuda, Juan Grabois, seguramente más barato que el profesional Beraldi
o el mediático Dalbon que la asisten.
Grabois presidente. Como se sabe, este hombre abnegado por las
cuestiones sociales, hijo de un respetable conmilitón del Bergoglio joven en la
formación Guardia de Hierro, quien junto con Julio Bárbaro alguna vez
atendió la portería del domicilio de Perón en Madrid, se ha convertido en un correveidile
entre Roma y Buenos Aires, de frecuente asistencia al Vaticano, al revés de
otros que se consagran al viaje una o dos veces al año, tan querido por el Papa
que le confesó a un visitante ilustre de conveniente anonimato: “Que bueno sería que este
muchacho fuera presidente”.
No solo Grabois dio el
presente en la ceremonia, también un amigo más recóndito que le cebaba mate
(Aldo Carreras) o algún postulante a gobernador bonaerense como Julián
Domínguez, por quien Bergoglio le pidió un trabajo a Ruckauf cuando estaba
a cargo de la obra pública en la provincia y por el que observa cierta
incomodidad debido a que modificó una fotografía conjunta en la que parecen
haber sido retratados dentro de los aposentos y no afuera. La lista de
asistentes consentidos es nutrida, variada, si hasta figura Daniel Scioli,
quien fue advertido en su momento de que no debía llevar a Aníbal Fernández
como candidato, mensaje que el ex vicepresidente nunca le pudo transmitir a Cristina
porque, aun ungido como su delfín, la dama no lo recibía ni le atendía el
teléfono.
Cándida entonces la explicación de Radrizzani, perteneciente a un cuerpo
más unido por la fidelidad que por el cociente intelectual, ya que un prelado
con los rasgos de firmeza que caracterizaron a Bergoglio en la Iglesia, líder
en la Compañía de Jesús, que se hizo llamar el ejército del papa con las obvias
derivaciones autoritarias de ese significado, difícilmente haya sido apartado
de la novedad promovida en Luján.
Ni siquiera por la explicación de Grabois, casi insolente, afirmando que
los argentinos creen que Francisco solo se ocupa de ellos, y que atiende
cuestiones más importantes. Cuando él, justamente, es una muestra de esa
inquietud personal. Tan inclinado parece el Vaticano a un sector político
opositor que alimenta suspicacias: es el mismo que se fascinaba con
ensuciarlo a Bergoglio por connubios pasados con el gobierno militar y que,
ahora, progresivamente, se ha olvidado de esa imputación deshonrosa. Debe de
ser por el bien común, como diría el Episcopado.
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