Por Arturo Pérez-Reverte |
Ahora le ha tocado al general Valeriano Weyler,
capitán general de Cuba entre 1896 y 1897, durante la guerra de independencia
de la isla. Y como Weyler era mallorquín, ha sido allí donde el parlamento
local acaba de aprobar una moción poniéndolo de genocida para arriba por
haber «llevado al exterminio a un tercio de la población cubana». Y
bueno. Como sabe cualquier lector de historia, Weyler no era, estamos de
acuerdo, un mantequitas blandas ni un moñas; era un militar de ideas liberales
fiel a la legalidad e implacable en su oficio. Un disciplinado hijo de la gran
puta. Un tipo duro que, para combatir al insurgente Maceo, creó zonas de
concentración donde millares de campesinos murieron por enfermedad y hambre.
Esa es la verdad; pero de ahí a decir que se cargó a más de 780.000 personas
–en 1899 el censo en la isla era de 1.572.797 almas– hay un abismo. Y sobre
todo, media más de un siglo; y media, también, una manera diferente a la
nuestra, a la actual, de entender la guerra, la humanidad, la vida y la muerte.
Asombra –aunque ya no tanto, o casi nada– la
disposición de los españoles, o como nos llamemos ahora, a destrozar lo que se
nos pone cerca. A darnos tiros en el pie. En cuanto hay una rendija, por ahí
nos lanzamos con entusiasmo. La historia de cualquier país del mundo, desde los
tiempos remotos, contiene miles de oportunidades; pero en ninguna parte,
comprueba quien haya viajado o leído un poco, la demolición se lleva a cabo con
el tesón que ponemos nosotros. Como escribí alguna vez, utilizar la mirada del
presente para juzgar sólo desde aquí los hechos del pasado es un error que
impide la comprensión y el conocimiento. Pero es lo que hay, lo que nos gusta.
Si Hernán Cortés resucitase para dar una conferencia titulada, por
ejemplo, Así lo hice, no lo dejaríamos hablar. Ni siquiera
entrar en el recinto. Una manifestación se lo impediría llamándolo
imperialista, genocida, xenófobo, misógino y fascista. Por lo que, naturalmente,
nos quedaríamos sin saber cómo lo hizo. De qué modo él y unas pocas docenas de
españoles ambiciosos, desesperados, crueles y valientes, sin más recursos que
sus espadas, su hambre y sus agallas, cambiaron la historia del mundo.
Y claro. Si nos ponemos a ello, calculen ustedes la
Iteuve que puede hacérsele a la historia de España en particular y a la de la
Humanidad en general, desde el Génesis hasta la fecha. La de mociones
parlamentarias que pueden menearse mirando atrás y cuanto más lejos mejor. La de
titulares de periódicos y noticias de telediario posibles. Lo bien que se lo
pasarían nuestros políticos –y políticas– desempolvando genocidios, masacres y
otras vorágines de antaño. A ver qué pasa con las guerras de Marruecos, por
ejemplo. Con el saco de Roma. Con los almogávares despachando griegos en la
otra punta. Con la inexplicable misoginia de la Reconquista, donde se
invisibilizó a las numerosas mujeres guerreras de la época. Con los honderos
baleares –esos también eran de Mallorca, como Weyler– que invadieron Italia con
Aníbal, matando y violando a troche y moche. Con los violentos de género de
Numancia, que liquidaron a sus mujeres y niños para que no cayeran en manos de
los romanos. Etcétera. Y luego, cuando se agote la materia nacional para mociones
de palpitante actualidad, siempre podemos continuar con la extranjera, que por
ahí fuera la aprovechan poco: el genocidio italiano en Libia y Abisinia, el de
Stalin en la URSS, el de Norteamérica contra los indios, el de los negros
exterminados en el África alemana o en el Congo belga, el que liaron los turcos
en Esmirna o incluso en Bizancio, el de los cruzados en Jerusalén, el de los
aqueos en Troya, el de los primogénitos egipcios escabechados por Josué, el de
los elegetebés churrasqueados en Sodoma y Gomorra… Asuntos no van a faltar, así
que idiotas y oportunistas están de enhorabuena. Raro es el país y raro es el
día, el año, el siglo, en que no se cumple el aniversario de alguna barbaridad.
© XLSemanal
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