Por Juan
Manuel De Prada
La tesis mazorral del doctor Pedro Sánchez no sólo
ha puesto de moda otra vez la figura del ‘negro’ literario (sobre la que
escribimos más adelante), sino que nos está permitiendo disfrutar –como si de
un folletín cutre se tratara– de los sucesivos plagios, tan chapuceros y
descarados, incluidos en el bodrio.
Plagiar, según reza el diccionario,
consiste en «copiar substancialmente obras ajenas»; pero yo más bien diría que
consiste en copiar maquinal y chapuceramente, como lo hace el doctor Sánchez.
Pues, como señala Juan Valera, «la verdadera originalidad ni se pierde ni se
gana por copiar pensamientos, ideas o imágenes, o por tomar asuntos de otros
autores», sino que es perfectamente lícito tomar materiales ajenos «dándoles
vida y carácter propio». También Sainte-Beuve, con aforismo algo cínico o
malévolo, se opuso a la interpretación extensiva del plagio: «En
literatura –escribió–, se permite robar a un autor a cambio de que se le
asesine». Es decir, con la condición de que el robo se utilice provechosamente,
creando una nueva forma expresiva que se distinga de la anterior, haciéndola
olvidar o siquiera poniéndose a su misma altura.
Pero, ignoro si por mala fe o por un entendimiento
algo esquizofrénico de la llamada ‘propiedad intelectual’, suele englobarse
dentro de esta fatídica palabra (que siempre se enarbola como amenaza o
anatema) la cita de refilón, la inspiración más o menos remota, incluso la
coincidencia azarosa. Con presuntuosa falta de perspectiva, solemos pensar que
la misión del creador consiste en ser original sin interrupción. Este prurito
quimérico de originalidad, en una época en que el arte ya ha agotado todas sus
posibilidades de invención, no es más que un alarde de patética fatuidad.
Leemos en el Eclesiastés que nada nuevo existe bajo el sol; sólo el
desconocimiento del pasado, o cierto mesianismo tontorrón, puede infundir al
creador la creencia de que sus argumentos puedan ser enteramente originales,
rigurosamente inéditos. Todo está inventado por los maestros que nos
precedieron; nuestra única misión, nuestra única posible originalidad consiste
en repetir las mismas cosas que otros escribieron antes, pero de una manera
personal, con una mirada renovada que aspire a confrontarse a quienes ya las
formularon previamente.
Si volvemos la mirada a los siglos que nos
precedieron (gimnasia salutífera que recomiendo) nos daremos cuenta de que
Virgilio, al urdir La Eneida, estaba ‘plagiando’ a Homero; y si nos
zambullimos en sus Bucólicas descubriremos que traduce a Teócrito. Horacio
‘fusiló’ a Píndaro; y Catulo hizo lo propio con Anacreonte. El argumento
de Fausto, antes de que Goethe nos procurase su obra inmortal, ya
circulaba en leyendas propagadas por el norte de Europa y había sido utilizado
por autores de la categoría de Christopher Marlowe; lo que consiguió el gran
poeta alemán fue elevar al rango de arquetipo literario imperecedero un asunto
que no era de su invención. Lo mismo valdría para el arquetipo de don Juan, el
famoso burlador merodeado por Tirso de Molina, Molière, lord Byron y tantos
otros. ¿Y qué decir de Shakespeare? Los investigadores más conspicuos de su
obra coinciden en afirmar que poco más de una tercera parte de los versos que
componen sus obras teatrales están sacados de su caletre; el resto, o están
copiados literalmente de autores clásicos o contemporáneos, o están
descaradamente inspirados en obras ajenas, por mucho que Shakespeare los
amañase o retocara. Sin embargo, ¿podemos concebir un prototipo de escritor más
‘original’, persuasivo e intrínsecamente genial que Shakespeare? Y, fijándonos
en el predio hispano, ¿qué hizo Garcilaso de la Vega, sino traducir a Petrarca?
¿Acaso esta labor vicaria le resta originalidad? Las fábulas de Samaniego, ¿no
saquean las fábulas de La Fontaine, quien a su vez robaba a Fedro, quien a su
vez vampirizaba a Esopo, quien a buen seguro contaba en su gabinete con fuentes
para nosotros desconocidas, a las que ‘fusilaba’ concienzudamente?
En cierta ocasión, Julio Casares –erudito con
pretensiones de originalidad a quien hoy nadie recuerda– acusó a Valle-Inclán
de plagiar varias páginas de las Memorias de Casanova en
su Sonata de primavera. Valle, lejos de exculparse, reconoció el
expolio, pero hizo ver que aquellas páginas perpetradas con prosa cansina y
desmañada por Casanova relucían en su obra con las galas de un deslumbrante
estilo: «Lo mejoré en un cien por ciento», apostilló con legítimo orgullo. Y es
que, en literatura, el robo con asesinato puede ser la forma más esmerada de
originalidad.
© XLSemanal
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