sábado, 13 de octubre de 2018

Maestros copiones


Por Juan Manuel De Prada

La tesis mazorral del doctor Pedro Sánchez no sólo ha puesto de moda otra vez la figura del ‘negro’ literario (sobre la que escribimos más adelante), sino que nos está permitiendo disfrutar –como si de un folletín cutre se tratara– de los sucesivos plagios, tan chapuceros y descarados, incluidos en el bodrio. 

Plagiar, según reza el diccionario, consiste en «copiar substancialmente obras ajenas»; pero yo más bien diría que consiste en copiar maquinal y chapuceramente, como lo hace el doctor Sánchez. Pues, como señala Juan Valera, «la verdadera originalidad ni se pierde ni se gana por copiar pensamientos, ideas o imágenes, o por tomar asuntos de otros autores», sino que es perfectamente lícito tomar materiales ajenos «dándoles vida y carácter propio». También Sainte-Beuve, con aforismo algo cínico o malévolo, se opuso a la interpretación extensiva del plagio: «En literatura –escribió–, se permite robar a un autor a cambio de que se le asesine». Es decir, con la condición de que el robo se utilice provechosamente, creando una nueva forma expresiva que se distinga de la anterior, haciéndola olvidar o siquiera poniéndose a su misma altura.

Pero, ignoro si por mala fe o por un entendimiento algo esquizofrénico de la llamada ‘propiedad intelectual’, suele englobarse dentro de esta fatídica palabra (que siempre se enarbola como amenaza o anatema) la cita de refilón, la inspiración más o menos remota, incluso la coincidencia azarosa. Con presuntuosa falta de perspectiva, solemos pensar que la misión del creador consiste en ser original sin interrupción. Este prurito quimérico de originalidad, en una época en que el arte ya ha agotado todas sus posibilidades de invención, no es más que un alarde de patética fatuidad. Leemos en el Eclesiastés que nada nuevo existe bajo el sol; sólo el desconocimiento del pasado, o cierto mesianismo tontorrón, puede infundir al creador la creencia de que sus argumentos puedan ser enteramente originales, rigurosamente inéditos. Todo está inventado por los maestros que nos precedieron; nuestra única misión, nuestra única posible originalidad consiste en repetir las mismas cosas que otros escribieron antes, pero de una manera personal, con una mirada renovada que aspire a confrontarse a quienes ya las formularon previamente.

Si volvemos la mirada a los siglos que nos precedieron (gimnasia salutífera que recomiendo) nos daremos cuenta de que Virgilio, al urdir La Eneida, estaba ‘plagiando’ a Homero; y si nos zambullimos en sus Bucólicas descubriremos que traduce a Teócrito. Horacio ‘fusiló’ a Píndaro; y Catulo hizo lo propio con Anacreonte. El argumento de Fausto, antes de que Goethe nos procurase su obra inmortal, ya circulaba en leyendas propagadas por el norte de Europa y había sido utilizado por autores de la categoría de Christopher Marlowe; lo que consiguió el gran poeta alemán fue elevar al rango de arquetipo literario imperecedero un asunto que no era de su invención. Lo mismo valdría para el arquetipo de don Juan, el famoso burlador merodeado por Tirso de Molina, Molière, lord Byron y tantos otros. ¿Y qué decir de Shakespeare? Los investigadores más conspicuos de su obra coinciden en afirmar que poco más de una tercera parte de los versos que componen sus obras teatrales están sacados de su caletre; el resto, o están copiados literalmente de autores clásicos o contemporáneos, o están descaradamente inspirados en obras ajenas, por mucho que Shakespeare los amañase o retocara. Sin embargo, ¿podemos concebir un prototipo de escritor más ‘original’, persuasivo e intrínsecamente genial que Shakespeare? Y, fijándonos en el predio hispano, ¿qué hizo Garcilaso de la Vega, sino traducir a Petrarca? ¿Acaso esta labor vicaria le resta originalidad? Las fábulas de Samaniego, ¿no saquean las fábulas de La Fontaine, quien a su vez robaba a Fedro, quien a su vez vampirizaba a Esopo, quien a buen seguro contaba en su gabinete con fuentes para nosotros desconocidas, a las que ‘fusilaba’ concienzudamente?

En cierta ocasión, Julio Casares –erudito con pretensiones de originalidad a quien hoy nadie recuerda– acusó a Valle-Inclán de plagiar varias páginas de las Memorias de Casanova en su Sonata de primavera. Valle, lejos de exculparse, reconoció el expolio, pero hizo ver que aquellas páginas perpetradas con prosa cansina y desmañada por Casanova relucían en su obra con las galas de un deslumbrante estilo: «Lo mejoré en un cien por ciento», apostilló con legítimo orgullo. Y es que, en literatura, el robo con asesinato puede ser la forma más esmerada de originalidad.

© XLSemanal

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