Por Arturo Pérez-Reverte |
Ayer por la mañana compré el libro en el Chiado; y
por la noche, cenando con Manuel Valente en un restaurante del Barrio Alto
–Manuel, viejo amigo, fue mi primer editor en Portugal–, lo comenté con él. Qué
formidable galería de imágenes, le dije, todos aquellos rostros casi de
muchachos, lo que fueron y lo que hoy son. Qué lección de patriotismo, de
orgullo y de coraje. Manuel estuvo de acuerdo, y me contó que precisamente fue
él quien hace cuatro años editó ese libro. Después, mientras seguíamos cenando,
comentamos con melancolía los resultados de aquella revolución de los claveles.
Todas las esperanzas desatadas y cómo se fue diluyendo todo cuando los
políticos entraron en escena, pusieron a un lado a los jóvenes que se la habían
jugado y se hicieron dueños del nuevo paisaje, hasta el punto de que algunos de
los capitanes de abril, como Otelo Saraiva de Carvalho, cerebro del golpe
militar, terminaron en la cárcel.
Esta mañana, dando otra vuelta por mis librerías
habituales de la ciudad –siguen abiertas casi todas, lo que en estos tiempos es
un milagro–, he vuelto a pensar en aquellos jóvenes de abril. En sus rostros,
su juventud y su hazaña. En la canción Grándola vila morena sonando
en la radio esa madrugada, como señal convenida para actuar, y en los soldados
y sus vehículos abandonando sus cuarteles bajo la luz incierta del amanecer. En
los blindados del capitán Salgueiro Maya rodeando el cuartel donde se refugió
el gobierno, en las guarniciones de todo el país sumándose una tras otra a la
revolución, en la gente que al llegar el día se echó a la calle para apoyar y
aplaudir a aquellos muchachos encaramados en los tanques y apostados en las
esquinas. En lo guapos y serenos que en las fotos se les ve a todos. En Celeste
Caeiro, la camarera que volvía a su casa con un manojo de flores sobrantes de
una cena y que, al no tener un cigarrillo que darle al soldado muerto de frío
que se lo pedía desde un tanque, le dio un clavel. Y ese soldado, al ponerlo en
el cañón del fusil y ser imitado por sus compañeros, corriéndose el gesto por
toda la ciudad, creó sin pretenderlo el símbolo de lo que se llamaría
Revolución de los Claveles.
He pensado en todo eso, como digo, mientras paseaba
por Lisboa. Y al observar las hordas de visitantes que en los últimos tiempos
inundan esta ciudad puesta de moda por los operadores turísticos, caigo en la
cuenta de que nada hay en las calles que recuerde a aquellos jóvenes soldados y
cuanto hicieron posible. Aunque el nombre del 25 de Abril está muy presente en
la ciudad, nada recuerda a sus verdaderos protagonistas. Que yo sepa, sólo hay
una película –que me parece mediocre– de María de Medeiros, con el hermoso
título Capitanes de abril, y un monumento levantado junto al
cuartel de Santarem en memoria del capitán de caballería Salgueiro Maya, con
una estatua de éste junto a un blindado de los que salieron de allí para
empezar la jornada. Pero no tengo constancia de que en Lisboa haya nada
espectacular que recuerde aquello. Ningún monumento, ningún espacio dedicado a
ese día. Nada que mostrar al mundo con legítimo orgullo. Nada de nada. Y
pensando en eso, y en el capitán Salgueiro Maya, que se negó a ocupar cargos
políticos y murió de cáncer a los 47 años, valiente y honrado como había
vivido, caigo en la cuenta de lo iguales que somos portugueses y españoles en
lo de marginar héroes y darlo todo a la desidia y el olvido. Qué gran ocasión
perdida, en esa Lisboa que ahora se remoza y embellece para acoger a millares
de visitantes diarios, la ausencia de un Museo de la Revolución, o tan siquiera
de una plaza dedicada a esos chicos que hoy son sexagenarios. Es como si
aquellos muchachos incomodaran. Como si los políticos portugueses, incapaces de
reconocer su deuda con ellos, necesitaran borrar el recuerdo. Imagino sus
escalofríos al suponer a los turistas fotografiándose ante un monumento con un
carro blindado M-47, sobre la inscripción También los tanques pueden
traer la libertad.
© XLSemanal
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