Por Javier Marías |
Ni médicos, ni lavarse, ni mundo
exterior, un hermano mayor violento consentido por los padres…
Una de las
razones por las que leo tan pocos libros
contemporáneos (y quien dice leer libros dice también ver
películas) es, me doy cuenta, que demasiados autores han optado por eso, por
contar sus penalidades, a veces en forma de ficción mal disimulada, las más en
forma de autobiografía, memorias, “testimonio” o simplemente “denuncia”. La de
denuncia suele ser espantosa literatura, por buenas que sean sus intenciones.
En esta época de
narcisismo, no es raro que esta patología haya invadido todas las esferas. Hay
pocos a quienes les haya ocurrido una desgracia que no la cuenten en un
volumen. El uno ha perdido a una hija, el otro a su mujer o a su marido, el de
más allá a sus padres. Todas cosas muy tristes y aun insoportables (sobre todo
la primera), pero que por desgracia les han sucedido y suceden a numerosísimas
personas, nada poseen de extraordinario. Otro describe su sufrimiento por haber
sido gay desde pequeño, otra cómo su padre o su tío (o
ambos) abusaron de ella en su infancia, otro cuánto padeció tras meterse en una
secta (los de este género dan menos pena, por idiotas), otro sus cuitas en
África y cómo debía recorrer kilómetros a pie para ir a la escuela, otro las
asfixias que sintió en su país islámico. También los hay no tan dramáticos: mis
padres eran unos hippies descerebrados y
nómadas que no paraban de drogarse; mi progenitor era borracho y violento; yo
nací en una cuenca minera con gentes bestiales y primitivas que no comprendían,
y zaherían, a alguien sensible como yo; mi padre era un mujeriego y mi madre
tomaba píldoras sin parar hasta que una noche se pasó con la dosis; me
encerraron en reformatorios y después en la cárcel, por cuatro chorradas. Etc,
etc.
Sí, todas son
historias tristes o terribles, a menudo indignantes. Millares de individuos las
han padecido (en el pasado, mucho peores) desde que el mundo es mundo. Yo
comprendo que algunos de estos sufridores necesiten poner por escrito sus
experiencias, para objetivarlas y asimilarlas, para desahogarse. Lo que ya
entiendo menos es que ansíen publicarlas sin falta, que los editores se las
acepten y aun las busquen, que los lectores las pidan y aun las devoren. Quien
más quien menos las conoce por la prensa, por reportajes y documentales. A mí,
lo confieso, en principio me aburren soberanamente, con alguna excepción si la
calidad literaria es sobresaliente (Thomas Bernhard). Que la
vida está llena de penalidades ya lo sé. No preciso que cada cual me narre las
suyas pormenorizadamente. Soy un caso raro, porque no se escribirían tantos
libros así si no hubiera demanda. Creo que ello es debido a la necesidad
imperiosa y constante de muchos contemporáneos —una adicción en regla— de
“sentirse bien” consigo mismos, de apiadarse en abstracto, de leer injusticias
y agravios y pensar del autor o narrador: “Pobrecillo o pobrecilla, cuánta
empatía siento, porque yo soy muy buena persona”; y de quienes les arruinaron
la infancia o la existencia: “Qué crueles y qué cerdos”.
Pero la tendencia
se ha extendido. Quienes no acumulan aberraciones han decidido que pueden
contar sin más su biografía, porque, como es la suya, es importante. La crítica
internacional elogió sin mesura los seis volúmenes del noruego Knausgård. Como
ya conté, leí las primeras trescientas páginas, y me pareció todo tan insulso y
plano, y contado con tan mortecino detalle, que tuve que abandonar pese a mi
sentido de la autodisciplina. “No puedo dedicar mi tiempo a tres mil páginas de
probables naderías, con estilo desmayado”, me dije. A partir de este éxito,
cualquiera se siente impelido a relatar sus andanzas en el colegio, o en la
mili si la hizo, sus anodinos matrimonios y sus cansinos divorcios, sus
dificultades como padre o madre o hijo, sus depresiones e inseguridades. Por
supuesto sus encuentros con gente famosa, aunque esta modalidad es antiquísima,
no todo lo ha propulsado Knausgård. Cada una de
estas obras, las de penalidades y las de naderías, suelen ser alabadas por los
críticos y por los colegas escritores, que han hecho una regresión monumental y
ya sólo se fijan en lo que antes se llamaba “el contenido”. Si esta novela o
estas memorias denuncian injusticias, ya son buenas. Si relatan atrocidades,
aún mejores. Si dan a conocer lo mal que lo pasan muchos niños, gays, mujeres o
discapacitados, entonces son obras maestras. Puede que en algún caso así sea.
Pero cada vez que leo sobre la aparición de una nueva maravilla “disfuncional”
o de las características descritas, echo de menos a los autores que inventaban
historias apasionantes con un estilo ambicioso, no pedante ni lacrimógeno, y
además no procuraban dar lástima, sino mostrar las ambigüedades y complejidades
de la vida y de las personas: a Conrad, a Faulkner, a Dinesen, a Nabokov, a
Flaubert, a Brontë, a Pushkin, a Melville. Y hasta a Shakespeare y a Cervantes,
por lejos que vayan quedando.
© El País Semanal
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