martes, 30 de octubre de 2018

Letrina de internet


Por Juan Manuel De Prada

En su ensayo sobre Tiberio, Gregorio Marañón señala que, siendo muy parecido al odio y a la envidia, el resentimiento es mucho más nocivo para quienes lo padecen. Pues el odio o la envidia, aunque son pasiones igualmente nefastas, tienen una proyección estrictamente individual (se odia o envidia a una persona en particular) y, por lo tanto, invaden tan sólo una parte del alma (y, si desaparece el motivo del odio o la envidia, el alma puede restablecerse). 

En cambio, el resentimiento es una pasión más nebulosa o impersonal, que se dirige con frecuencia contra el mundo entero; pues el resentido no se considera agraviado por tal o cual persona en concreto, sino por una confabulación de circunstancias que convergieron en su fracaso. Y, así, el resentimiento gangrena el alma por completo, teniendo una curación más ardua y dolorosa. Marañón no niega que un resentido pueda liberarse de la pasión que lo destruye, pero reconoce que tal curación exige un empeño de perfeccionamiento moral mucho mayor que cualquier otra pasión perniciosa.

Uno de los recursos más habituales del resentido –nos explica Marañón– es la redacción de anónimos. «Un anonimista infatigable que pudo ser descubierto, hombre inteligente y muy resentido, declaró ante el juez que al escribir cada anónimo ‘se le quitaba un peso de encima’», escribe. Naturalmente, la percepción de este ‘anonimista’ era errónea; pues la escritura de anónimos alimenta siempre el resentimiento, que como la adicción a las drogas necesita de constantes rendiciones que el drogadicto experimenta eufóricamente como si fuesen alivios… que no hacen sino derrotarlo más. Siempre ha sido hábito del resentido –«calumnia, que algo queda»– recurrir a los anónimos injuriantes, que le brindan un momentáneo desahogo a la vez que gangrenan cada vez más su alma. Y siempre ha sido hábito de las sociedades saludables perseguir y combatir los anónimos, que no hacen sino envilecer el ambiente espiritual de la época. Así ocurrió, al menos, hasta la nuestra, en la que los anónimos han encontrado no sólo protección y estímulo, sino también legitimación, a través de la tecnología.

¿Qué son, sino resentidos, esos trolls que infestan las redes sociales, los foros de discusión virtuales, los comentarios de las noticias publicadas por los medios digitales? Se amparan en el anonimato para disparar insidias, ofensas y zafiedades, dicen que con una intención «provocadora»; pero a todos los guía el resentimiento más aciago, a veces expuesto desnudamente a través del exabrupto, a veces disfrazado con los andrajos de un patético gracejo (que, sin embargo, otros trolls celebran como si fuese un rasgo de ingenio). Millones de cuentas en las redes sociales están dedicadas a la difusión de anónimos biliosos que, a su vez, otros resentidos difunden, en una marea de orgullosa y solidaria satisfacción. Y no hay más que asomarse a los comentarios que ilustran, a modo de gargajos, cualquier noticia o crónica periodística publicada en un diario digital para enfrentarse a un hormiguero de inmundicia rencorosa. Sabemos que interné es una letrina de resentimiento, pero hemos llegado a aceptarlo como si tal cosa. Nadie se detiene a considerar que todo ese vómito de bazofias dictadas desde la oscuridad del anonimato está delatando una grave enfermedad social de muy difícil cura. Más bien parece aceptarse que esta forma de envilecimiento colectivo fuese inevitable, incluso… conveniente.

A veces, conversando con personas habituadas a desenvolverse en estos ámbitos de inmundicia, he llegado a la conclusión de que conviene a nuestra época una letrina donde los perversos, los fracasados y los descontentos puedan desahogarse. Conviene que una multitud creciente de personas con conciencia de agravio (a veces fundamentada, a veces imaginaria) tenga a su disposición un desaguadero que disminuya su peligrosidad. Conviene, en fin, que interné sea una jaula de monos agitados que gritan hasta quedarse afónicos, ensordecidos por el tumulto ambiental. Pero esta solución, amén de ingenua, nos parece repugnantemente cínica. Pues el resentimiento nunca se ‘desahoga’, sino que queda preso al fondo de la conciencia, donde incuba y fermenta, infiltrando todo nuestro ser; y acaba siendo el motor de nuestras acciones, hasta convertirnos en alimañas. Que es lo que terminará ocurriendo, si no reaccionamos: construiremos una disociedad sin lealtad ni amor, un enjambre de alimañas heridas, prestas a lanzar su dentellada. Pero quizá esto también convenga a quienes permiten que interné sea una letrina del resentimiento.

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