Por Juan
Manuel De Prada
En su ensayo sobre Tiberio, Gregorio
Marañón señala que, siendo muy parecido al odio y a la envidia, el
resentimiento es mucho más nocivo para quienes lo padecen. Pues el odio o la
envidia, aunque son pasiones igualmente nefastas, tienen una proyección estrictamente
individual (se odia o envidia a una persona en particular) y, por lo tanto,
invaden tan sólo una parte del alma (y, si desaparece el motivo del odio o la
envidia, el alma puede restablecerse).
En cambio, el resentimiento es una
pasión más nebulosa o impersonal, que se dirige con frecuencia contra el mundo
entero; pues el resentido no se considera agraviado por tal o cual persona en
concreto, sino por una confabulación de circunstancias que convergieron en su
fracaso. Y, así, el resentimiento gangrena el alma por completo, teniendo una
curación más ardua y dolorosa. Marañón no niega que un resentido pueda
liberarse de la pasión que lo destruye, pero reconoce que tal curación exige un
empeño de perfeccionamiento moral mucho mayor que cualquier otra pasión
perniciosa.
Uno de los recursos más habituales del resentido
–nos explica Marañón– es la redacción de anónimos. «Un anonimista infatigable
que pudo ser descubierto, hombre inteligente y muy resentido, declaró ante el
juez que al escribir cada anónimo ‘se le quitaba un peso de encima’», escribe.
Naturalmente, la percepción de este ‘anonimista’ era errónea; pues la escritura
de anónimos alimenta siempre el resentimiento, que como la adicción a las
drogas necesita de constantes rendiciones que el drogadicto experimenta
eufóricamente como si fuesen alivios… que no hacen sino derrotarlo más. Siempre
ha sido hábito del resentido –«calumnia, que algo queda»– recurrir a los
anónimos injuriantes, que le brindan un momentáneo desahogo a la vez que
gangrenan cada vez más su alma. Y siempre ha sido hábito de las sociedades
saludables perseguir y combatir los anónimos, que no hacen sino envilecer el
ambiente espiritual de la época. Así ocurrió, al menos, hasta la nuestra, en la
que los anónimos han encontrado no sólo protección y estímulo, sino también
legitimación, a través de la tecnología.
¿Qué son, sino resentidos, esos trolls que
infestan las redes sociales, los foros de discusión virtuales, los comentarios
de las noticias publicadas por los medios digitales? Se amparan en el anonimato
para disparar insidias, ofensas y zafiedades, dicen que con una intención
«provocadora»; pero a todos los guía el resentimiento más aciago, a veces
expuesto desnudamente a través del exabrupto, a veces disfrazado con los
andrajos de un patético gracejo (que, sin embargo, otros trolls celebran
como si fuese un rasgo de ingenio). Millones de cuentas en las redes sociales
están dedicadas a la difusión de anónimos biliosos que, a su vez, otros
resentidos difunden, en una marea de orgullosa y solidaria satisfacción. Y no
hay más que asomarse a los comentarios que ilustran, a modo de gargajos,
cualquier noticia o crónica periodística publicada en un diario digital para
enfrentarse a un hormiguero de inmundicia rencorosa. Sabemos que interné es una
letrina de resentimiento, pero hemos llegado a aceptarlo como si tal cosa.
Nadie se detiene a considerar que todo ese vómito de bazofias dictadas desde la
oscuridad del anonimato está delatando una grave enfermedad social de muy
difícil cura. Más bien parece aceptarse que esta forma de envilecimiento
colectivo fuese inevitable, incluso… conveniente.
A veces, conversando con personas habituadas a
desenvolverse en estos ámbitos de inmundicia, he llegado a la conclusión de que
conviene a nuestra época una letrina donde los perversos, los fracasados y los
descontentos puedan desahogarse. Conviene que una multitud creciente de
personas con conciencia de agravio (a veces fundamentada, a veces imaginaria)
tenga a su disposición un desaguadero que disminuya su peligrosidad. Conviene,
en fin, que interné sea una jaula de monos agitados que gritan hasta quedarse
afónicos, ensordecidos por el tumulto ambiental. Pero esta solución, amén
de ingenua, nos parece repugnantemente cínica. Pues el resentimiento nunca se
‘desahoga’, sino que queda preso al fondo de la conciencia, donde incuba y
fermenta, infiltrando todo nuestro ser; y acaba siendo el motor de nuestras
acciones, hasta convertirnos en alimañas. Que es lo que terminará ocurriendo,
si no reaccionamos: construiremos una disociedad sin lealtad ni amor, un
enjambre de alimañas heridas, prestas a lanzar su dentellada. Pero quizá esto
también convenga a quienes permiten que interné sea una letrina del
resentimiento.
© XLSemanal
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