Por Juan
Manuel De Prada
Acabamos de leer La trampa de la diversidad (Ediciones
Akal), un lúcido ensayo que ha provocado gran polémica en ámbitos intelectuales
izquierdistas. Su autor, Daniel Bernabé, sostiene que las llamadas ‘políticas
de la diversidad’, que con tanto ardor defiende la izquierda, constituyen en
realidad una artimaña del neoliberalismo para «fragmentar la identidad de la
clase trabajadora».
Es la misma tesis que hemos sostenido en infinidad de
artículos desde hace años, citando a pensadores tan ilustres como Pasolini o
Hobsbawn (a los que, misteriosamente, Bernabé no cita).
Como Bernabé señala en algún pasaje de su libro,
«si todos somos una suma inacabable de especificidades, entonces no puede haber
un nosotros». El posmodernismo habría sido, a juicio de Bernabé, el clima
cultural que ha favorecido esta lacra: «Sin horizonte al que dirigirnos ni
pasado del que aprender, sin posibilidad de afirmar lo cierto o lo falso, sin
espacio para los conceptos válidos universales», el neocapitalismo habría
podido realizar más fácilmente una serie de transformaciones económicas
–desindustrialización, deslocalización, externalización, etcétera– que
favorecieron la atomización laboral. Ciertamente, es mucho más sencillo
desarrollar una conciencia de explotación laboral en el obrero que trabaja en
una fábrica junto con otros cinco mil obreros que en el falso autónomo que
reparte pizzas a domicilio en bici, requerido por una aplicación para teléfonos
móviles. Y, a la vez, es mucho más sencillo encauzar la insatisfacción de este
falso autónomo hacia reivindicaciones que lo hagan sentirse ‘distinto’,
permitiéndole huir de su grimoso horizonte laboral. Con inteligencia ladina, a
este falso autónomo se le puede infundir una ‘identidad aspiracional’ que lo
haga sentirse orgulloso de ser homosexual, animalista y (risum teneatis)
de clase media, en contraposición al trabajador de la fábrica, al que se
caracterizará como heteropatriarcal, taurino y de clase baja. Esta capacidad
del neocapitalismo para instilar ‘identidades aspiracionales’ entre los
trabajadores más explotados, evitando que se organicen, supo aprovecharla, por
ejemplo, Margaret Thatcher, que –como nos recuerda Bernabé– no tuvo empacho en
mostrarse favorable a la despenalización de la homosexualidad o el aborto, a
cambio de desactivar la acción colectiva de los trabajadores y de reducir a
fosfatina conquistas laborales logradas en décadas anteriores.
Con la ayuda lacayuna de una izquierda traidora, el
neocapitalismo ha logrado convertir a la clase trabajadora en un archipiélago
de ‘consumidores de singularidades’ entre las que ocupan un lugar preponderante
las ‘opciones sexuales’ y las ‘identidades de género’. Por supuesto, Bernabé no
defiende que tales grupos no deban disfrutar de derechos civiles; pero advierte
que la exaltación de la diferencia es la mejor coartada para los gobiernos
rehenes de la plutocracia, que así pueden posar de progresistas ante la
galería. Y no se le escapa tampoco a Bernabé que este mercado de la diversidad,
como siempre ocurre entre los productos que compiten, provoca fricciones y
contradicciones cada vez más ásperas entre las distintas identidades: así ha
ocurrido recientemente, por ejemplo, con los llamados ‘vientres de
alquiler’, que han enfrentado a feministas y homosexuales. Y, entretanto, nadie
clama contra los recortes salariales.
Especialmente sagaz se muestra Daniel Bernabé
cuando denuncia que esta traición de la izquierda ha dado alas a las nuevas
derechas, más o menos extremistas o alternativas, que se benefician de la
fragmentación ocasionada por las políticas de la diversidad, apelando a los
perdedores de la globalización, a la vez que pueden azuzar los miedos de cada
grupo nacido de esta fragmentación, adaptando su mensaje a sus
particularidades. El encono con que algunos capitostes izquierdistas han
descalificado La trampa de la diversidad nos prueba que su
autor ha acertado a meter el dedo en la llaga, aunque sólo sea someramente.
Así, por ejemplo, Bernabé no se atreve a recordar que estas ‘políticas de la
diversidad’ son opíparamente subvencionadas por organismos públicos y privados;
y que el ardor con que son defendidas desde la izquierda traidora es
directamente proporcional a la cantidad de dinero que tales organismos
invierten en ellas. Tampoco se atreve Bernabé a penetrar en la razón última por
la que el capitalismo fomenta estas políticas de la diversidad, utilizando a la
izquierda como su perro caniche. Pero para atreverse a dilucidar esa razón
última hay que aceptar primero –como nos enseñaban lo mismo Proudhon que Donoso
Cortés– que detrás de toda cuestión política subyace un problema teológico.
© XLSemanal
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