Por Arturo Pérez-Reverte |
Había trabajado desde los doce años en el campo, con sus hermanos, más tarde en
una fábrica de Barcelona, y luego había vuelto al campo. Cuando estrechaba tu
mano, te raspaba. Tenía las palmas tan encallecidas que podía tener en ellas,
decía riéndose, un trozo de carbón encendido sin que le doliera.
Yo preparaba una novela que luego no escribí, y
charlé con él varias veces. Y un día, al hilo de no sé qué, salió el asunto: la
Guerra Civil. La había hecho muy joven, con los nacionales; porque, dijo,
fueron los primeros que llegaron a su pueblo. «Si no hubieran sido ésos
–contaba–, habrían sido los otros, como le pasó a mi hermano mayor». El
hermano, en efecto, estaba en Barbastro, o en Monzón, un sitio de por allí, y
fue reclutado por los republicanos sin que se volviera a saber de él. A Juan le
dieron un máuser y una manta y lo mandaron al frente. Primero combatió a lo
largo de la línea de ferrocarril de Belchite y luego en un sitio llamado
Leciñena, del que se acordaba muy bien porque su compañía perdió mucha gente y
él se llevó un rebote de bala en un muslo que se le infectó y lo tuvo tres
semanas viviendo como un cura –fueron sus palabras exactas– en la retaguardia.
Acabó en las trincheras de Huesca, donde apenas
llegado cumplió diecinueve años. El frente se había estabilizado por esa parte,
la ciudad se mantenía en manos de los nacionales, y los fuertes ataques
republicanos para intentar aislarla, muy duros al principio, fueron reduciéndose
en intensidad. Juan recordaba un ataque de las brigadas internacionales; un
duro combate tras el que se fusiló a varios prisioneros rojos «porque eran
extranjeros y nadie les había dado vela en nuestro entierro». Después de eso,
su sector se mantuvo estable hasta casi el final de la guerra. Era una guerra
de posiciones, de trincheras, con el enemigo tan cerca que los contendientes
podían hablarse. En los ratos de calma, que no eran pocos, se gritaban
insultos, se leían los periódicos de uno y otro lado, y a veces, con altavoces,
ponían música, cantaban jotas, coplas y cosas así. También intercambiaban
noticias de sus respectivos pueblos, pues a cada lado había soldados que eran
paisanos y hasta vecinos. Más de una vez, contaba Juan, dejaron, en un sitio
determinado de la tierra de nadie, tabaco, librillos de papel de fumar y latas
de conservas que se pasaban entre ellos.
Una mañana, apoyado en los sacos terreros con la
culata del fusil en la cara, Juan oyó preguntar desde el otro lado si había allí
alguien de su pueblo. Gritó que sí y preguntaron el nombre. Lo dijo, hubo un
silencio y al cabo una voz emocionada respondió: «Juanito, soy Pepe, tu
hermano». Entre lágrimas, y también entre el silencio respetuoso de los
compañeros, los dos cambiaron noticias de ellos y de la familia. Los soldados
lo miraban incómodos, contaba. Como avergonzados de estar allí con fusiles. Al
día siguiente, tras pensarlo toda la noche, Juan fue en compañía de un sargento
a ver a su capitán y le pidió permiso para ver al hermano. Excepto algún paqueo
de rutina, el frente estaba tranquilo. Ya se habían encontrado otras veces
rojos y nacionales en la tierra de nadie. Sólo pedía diez minutos. «Júrame que
no vas a pasarte», le dijo el jefe. Y Juan sacó la crucecita de plata que llevaba
en el pecho y la besó. «Se lo juro por esto, mi capitán».
Se vieron dos días más tarde, tras ponerse de
acuerdo de trinchera a trinchera. Juan salió de la suya con los brazos en alto.
Nadie disparó. Anduvo unos treinta metros y, junto al muro derruido de una
casa, llorando a lágrima viva, se abrazó con su hermano. Hablaron durante diez
minutos, fumaron juntos y volvieron a llorar al despedirse. Tardarían siete
años en volver a verse. Y cuando Juan regresó a su trinchera, los compañeros
sonreían y le daban palmaditas en la espalda. Aquel día, nadie disparó ni un
solo tiro. «Era buena gente», me contaba Juan, entornados por el humo de un
cigarrillo los ojos que se humedecían al recordar. «Los de uno y otro lado,
hablo en serio. Estaban allí con sus fusiles en una y otra trinchera, brutos
como ellos solos, sucios, egoístas, crueles como te hace la guerra… Pero de
verdad eran buenos hombres».
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