Por Pablo Mendelevich |
El asesinato llegó a producir acostumbramiento y el secuestro y la
desaparición de personas se hicieron rutina con la monstruosa represión masiva
organizada por el Estado.
Pues bien, esos años que se empeñan en volver solo por retazos ahora
mismo reaparecen de manera tangencial. Son el medio ambiente de las historias
de los dos mayores monstruos de ese rubro policial al que habitualmente se
conoce como crimen común, aunque acá lo de común suena a sarcasmo: el asesino
múltiple Carlos Robledo Puch, por un lado, y Arquímedes Puccio y su singular
familia sanisidrense, por el otro. Cientos de miles de argentinos -ya se habla
de millones- han convertido en éxitos de taquilla las recreaciones más o menos
libres de los hechos. Los inescrutables laberintos mentales de sus
protagonistas se centrifugan en las pantallas de televisión, de cine y de
Netflix.
Es cierto que los apellidos Robledo Puch y Puccio -encima cacofónicos-
reunieron méritos suficientes como para descollar en las crónicas negras por lo
menos desde el Petiso Orejudo en adelante. Lo llamativo es que, ficcionados,
los mayores casos criminales "particulares" de la época más violenta
de la Argentina moderna vuelvan a fascinar a una sociedad que todavía no
consiguió digerir la tragedia de la sangre derramada en el centro del
escenario.
Parece como si un terapeuta invisible hubiera recomendado sacudir los
tabúes desde la periferia. ¿No se puede revisar lo que fue la Triple A, qué
fueron los parapoliciales, cómo empezó el terrorismo de Estado, quién incrustó
a López Rega en la cima, por qué durante el gobierno "democrático" de
Isabel Perón aparecían en las calles seis cadáveres por día? ¿No está admitido
hablar de los métodos empleados por la guerrilla para financiarse ni de cómo y
a quién ella decidía ejecutar? ¿La mayoría de los sobrevivientes se rehúsa a la
más mínima autocrítica? ¿Es intocable en el debate público el tema de las responsabilidades
en la consagración de la violencia política? ¿Cicatrices que nunca cierran
impiden preguntarse 40 años después cómo fue que el valor de la vida se degradó
hasta naturalizarse la celebración de la muerte? ¿Una colección de clichés
binarios blinda el espinoso asunto de la tolerancia social (y el de los
silencios de gran parte de la prensa) hacia los crímenes aberrantes de la
dictadura bajo el discutible argumento de que nada se sabía? Prueben entonces
empezar por remover los horrores de los bordes del escenario, habrá dicho algún
espíritu psicoanalizado desde el más allá. Claro que no es algo que se hubieran
planteado los realizadores. Es solo una hipótesis sobre cierta fascinación
adicional que despierta en el público este subgénero, el de grandes historias
policiales políticamente contaminadas de los años de plomo.
Cuenta Rodolfo Palacios en El ángel negro, la excelente biografía
de Robledo Puch basada en largas conversaciones del autor con el asesino, libro
inspirador de la película, que Robledo Puch padre había sido peronista de la
primera hora, en sentido literal: vivó a Perón en la plaza el mismísimo 17 de
octubre de 1945. Como preso (hoy el más antiguo que hay), Robledo Puch siempre
veneró al general -también a Hitler- y hasta prometió sucederlo. Pero a los 20,
cuando mataba sin parar por la espalda o a serenos dormidos, él era la perfecta
contracara de los militantes de su edad. Solo le importaban las motos, los
autos y el juego impúdico de robar lo que deseara. Delante de sus primeras víctimas
(mientras el general Roberto Levingston era barrido por el general Alejandro
Lanusse y empezaba la historia de la efectiva vuelta de Perón), los
investigadores no dudaron en saber a quién adjudicárselas: los guerrilleros. La
época mandaba.
Hay una escena del film El ángel que subraya esa atmósfera.
Reprobados en un control policial, Robledo Puch (Lorenzo Ferro) y su compinche
Ramón Ibarra (Chino Darín) acaban de ser llevados a una comisaría. El comisario
los porfía. "Vamos, ¿de qué agrupación son?", acicatea. Robledo Puch
responde con desparpajo. "No nos interesa la política, ¿acaso tenemos cara
de terroristas?". No la tenía ni lo era, pero años después, durante la
siguiente dictadura, ya no podría hacer valer esas carencias para evitar ser
torturado.
En los bordes del setentismo se robaba y se mataba sin consignas ni
revoluciones, a veces sin que se supiera por qué. Pero allí también estaban los
sellos de la época. La muerte exprés, la muerte sin explicación, matar rápido,
vivir al límite, el desprecio por las consecuencias de los propios actos, la
cosificación del otro, la ausencia de emocionalidad. Y los ecos literales,
desde los secuestros extorsivos "para financiarse" hasta la cárcel
del pueblo copiada de las originales. Avaricia regada con sangre, doble moral
obscena, madres de familia fingiendo entre misa y misa no ver lo que sucedía
adelante de sus narices. ¿Más aires de época? Arquímedes Puccio, un peronista
de derecha que había estado vinculado con el coronel Jorge Osinde y con Aníbal
Gordon, instruía a los miembros de su banda casera sobre cumplimentar los
"operativos" e invocaba a un supuesto Movimiento de Liberación del
Pueblo para identificarse desde su clandestinidad hogareña ante las
desesperadas familias de sus secuestrados.
Lo de Robledo Puch sucedió poco después de que los Montoneros
inauguraron la década con el secuestro y asesinato del expresidente Pedro
Eugenio Aramburu. La época cumbre de la violencia quedó abrazada por estos dos
casos, uno concentrado en el amanecer, otro expandido en el crepúsculo hasta
pisar los comienzos de la democracia. Solo se tocarían entre sí en el
ensañamiento que descargaron en el supermercado Tanti: Robledo Puch mató ahí al
sereno Juan Saettone y después los Puccio secuestraron y asesinaron a Ricardo
Manoukian, hijo del dueño. Aparte de tener en común una perversidad psicopática
extrema incubada en sendos hogares de la clase media acomodada de zona norte,
algunas características comunes de los criminales -la cara angelical, el
aspecto androide y los ojos azules del asesino múltiple, la pertenencia a la
elite del rugby de Alejandro Puccio- desafiaron los esquemas lombrosianos del
argentino promedio, aunque antes que nada burlaron los estrictos patrones
policiales.
La ficción suma otra coincidencia que merece ser apreciada como
alegórica. Tanto la madre de Robledo Puch como la de la familia Puccio están
personificadas en El ángel y en la miniserie Historia de un clan por la misma actriz.
Luis Ortega convocó las dos veces a Cecilia Roth (en la película El clan,
de Pablo Trapero, quien hace el papel es Lili Popovich). En sus tiempos, en
medio de las conmociones sociales más grandes que se recuerden, Aída Josefa
Habedank, química, y Epifanía Puccio, profesora de inglés, fueron objeto de
reproche público debido a su supuesta responsabilidad en los respectivos
engendros y a su complicidad por acción u omisión (judicialmente no se les pudo
probar nada). Hoy, delante de la pantalla lo que el espectador tal vez espera
verificar en las madres es cuánto sabían ellas, cuánto se hicieron las
distraídas, cuánto ayudaron a que pasase lo que pasó. Preguntas que se parecen
bastante a las que están pendientes sobre toda la sociedad argentina, tanto
cuando en los primeros años vastos sectores apañaban los crímenes de ERP y
Montoneros como, más tarde, cuando la dictadura debutaba con consensos que hoy
incomoda recordar. O cuando miedo y silencio se fundían en una misma cosa.
© La Nación
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