Por Loris Zanatta
(*)
La sala estaba llena de venezolanos, cuenta quien había asistido. Al
final un gran silencio, a la salida todos cabizbajo. Sucedió en Madrid, donde
proyectaban El pueblo soy yo, un documental sobre el chavismo de Carlos
Oteyza: una obra de arte, un puño en el estómago, un acto de amor hacia un país
destripado. ¿Cómo pudimos ser tan estúpidos, se preguntaban algunos?
Sí, porque
a Chávez se lo buscaron los mismos que ahora padecen su legado; primero lo
votaron, luego lo acunaron e idolatraron, a menudo lo perdonaron y finalmente
lo volvieron a votar, una y más veces. Ahora muchos se arrepienten, pero el
daño ya está hecho: el país agoniza en manos de una banda inepta y cínica,
bruta y cruel, a la que no hay más maneras de expulsar: Chávez se adueñó de
todos los recursos ante el aplauso del pueblo.
A lo que pasa en Venezuela nos acostumbramos. Somos como adictos.
Exactamente como calculaba el régimen cuando cerró los últimos destellos de
democracia. Nada nos sorprende, nada causa sensación, y si lo hace es por un
día: una tortura hoy, un "suicidio" ayer, la muerte en los
hospitales, el hambre en las calles, la fuga a través de la frontera, la cola
para la caridad del Estado, la humillación diaria, los soldados por doquier. Y
desde la televisión la pompa retórica del régimen, la misma siempre y en todas
partes, barroca y decrépita, enfática y vacía: que el pueblo heroico, que el
imperio, que resistiremos, que ganaremos, que patria o muerte, etcétera,
etcétera.
Pero la pregunta no da respiro: ¿cómo pudimos ser tan estúpidos? Muchos
italianos se lo preguntaron al caer el fascismo; aún más alemanes caído el
nazismo; algunos rusos después del bolchevismo; un día se lo preguntarán los
cubanos (aquellos que no se lo han preguntado ya); varios argentinos se lo han
estado preguntando desde hace mucho tiempo. Ellos también, todos ellos,
quisieron, siguieron, ovacionaron y perdonaron todo a sus Mesías. No porque
sean fenómenos iguales: no lo son. Sino porque tienen una cosa en común:
quieren redimir al mundo del mal, al hombre del pecado. Por eso no gobiernan,
moralizan; no explican, catequizan; no argumentan, convierten. Como su
propósito es tan alto, todos los medios son permisibles: puede ser necesario
mucho mal para lograr el bien. Y cuando quienes habían dado la bienvenida al
nuevo Mesías comienzan a dudar, ya es tarde: no se puede abandonar la fe, dejar
a la Iglesia.
¿Por qué necesitamos redentores? No es suficiente el compromiso con la
honestidad: queremos la promesa de eliminar la deshonestidad; no es suficiente
el compromiso con la seguridad, queremos la promesa de eliminar el crimen; no
es suficiente el compromiso de gobernar la economía con racionalidad, queremos
la promesa de eliminar la pobreza y la injusticia. ¿Por qué le pedimos a la
política que nos brinde amor y felicidad? No sabría contestar, ya que en el
fondo sabemos que esos compromisos son más creíbles que aquellas promesas. Tal
vez sea porque vivimos una era que ya no está dominada como las de antes por lo
sagrado, pero que tampoco se ha desprendido del todo de esa idea: la política
sigue siendo para muchos una representación de lo sagrado y debe prometer la
salvación.
Pero la pregunta no era esta sino otra: ¿por qué reincidimos en el mismo
error, para arrepentirnos después? ¿Por qué no logramos prevenirlo? Se me
ocurrió pensarlo a menudo en los últimos meses, al ver a los jóvenes líderes
del gobierno italiano aparecer en el balcón de la plaza para celebrar el
"presupuesto del pueblo"; al escucharlos prometer el fin de la
pobreza y el comienzo de una era de felicidad; proclamar que gobiernan
"con el corazón" y criticarlos es injusto; amenazar con no pagar
subsidios a quienes no los gastan "moralmente"; viéndolos endeudar
aun más a un país endeudado hasta el cuello para después cargar sus fracasos a
Europa y a los mercados, culpándolos de haber destruido sus sueños
humanitarios. ¿Por qué no vemos el peligro? ¿Por qué no vemos que ya pasamos
por esto?
Hay dos explicaciones, creo. La primera y más obvia es que no resulta
fácil reconocer el peligro: la historia nunca se presenta igual a sí misma,
siempre se viste diferente y con frecuencia de forma deslumbrante; por esto no
puede ser magistra vitae. Abrumados por las tareas y las preocupaciones,
vivimos perdidos entre innumerables árboles y es difícil que logremos hacernos
una idea del bosque por el que estamos transitando. Por supuesto, algunos
plantean objeciones y lanzan advertencias: atención, a partir de aquí ya hemos
recorrido este camino, evitémoslo esta vez. Pero mientras prevalezca la
esperanza de la redención, se los tratará como aguafiestas y se intentará
hacerlos callar: les dirán que son unos tontos, que hoy no es como ayer, que
esto no es como aquello. Tienen sus razones, pero están en error.
La segunda razón es más compleja. Seré tranchant: no reconocemos
esos peligros porque nos los han explicado mal; no siempre, pero casi. Durante
décadas nos han explicado que esos fenómenos son el resultado de poderosas
fuerzas históricas llamadas estructuras, clases, intereses; de la evolución de
los modos de producción; de la lucha titánica entre opresores y oprimidos,
ricos y pobres, norte y sur; que por lo tanto había redentores buenos, los
nuestros, y redentores malos, los otros. Sin embargo, los fenómenos de
redención no siguen esta lógica rígida: los encontramos o están ausentes en
contextos prósperos y en otros atrasados; en países muy educados o poco
instruidos; en los sistemas socialistas y en los sistemas capitalistas. ¿No
será que la "cultura", en el más amplio sentido, ayuda a entenderlos
e identificarlos mejor que la "estructura"? Cuando lo hayamos
aceptado y adoptemos las herramientas adecuadas para entenderlos, también
habremos dado el primer paso para reconocerlos y evitarlos a tiempo.
Todo esto no será de ningún consuelo para el público que dejó deprimido
el cine de Madrid. Pero muchos otros harían bien en conocer lo que viven y han
vivido los venezolanos; tan crudo y honesto es el documental de Oteyza, que al
verlo podrían preguntarse: "¿Podríamos ser nosotros también tan
estúpidos?". Siempre es útil hacerse esta pregunta.
(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
© La Nación
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