Fernando Karadima fue expulsado del sacerdocio por el papa Francisco en septiembre de 2018. |
Al terminar la dictadura pinochetista, Chile era uno de los
países más católicos del mundo. Cerca del 80 por ciento de sus habitantes se
reconocía miembro de esa religión. La Iglesia católica había sido una defensora
incansable de los derechos humanos y como acogió en sus parroquias a los
perseguidos sin preguntarles por su fe ni militancia se ganó incluso el respeto
de incrédulos y herejes.
En esos tiempos había en el país cinco veces más pobres que
hoy y solo un ínfimo porcentaje de la población tenía acceso a la universidad.
En las casas de los chilenos había más Cristos, vírgenes y fotos papales que
televisores, computadores y celulares. Hay quienes sostienen que existía una
élite intelectual más lectora y sofisticada que la actual, y quizás sea cierto
(yo no estoy seguro), pero no se puede discutir que desde entonces hasta ahora
son millones los que han salido del aislamiento para entrar en la
interconexión.
En esos años no existía internet, la información pública
podía controlarse e instituciones jerarquizadas como la Iglesia católica sabían
guardar muy bien sus secretos.
Desde la década de los noventa hasta ahora, quienes se
declaran católicos disminuyeron en más de un 30 por ciento y actualmente casi
un 40 por ciento de los chilenos se reconoce ateo, el doble de la media de la
región. No es extraño que un país —a medida que se moderniza, educa y
enriquece— vaya remplazando las creencias religiosas por conocimientos
comprobables y la devoción por más derechos y bienes materiales, pero en Chile
el proceso secularizador estuvo empujado principalmente por la decepción.
Entre el año 2000 y septiembre de este año, la fiscalía ha
investigado a 229 miembros de la Iglesia por presuntos delitos sexuales. El
sábado 15 de septiembre, el Vaticano expulsó del clero a Cristián Precht,
exvicario de la Solidaridad y uno de los sacerdotes más admirados por su
defensa de los derechos humanos durante la dictadura militar. Acusado de abusar
de menores y adultos, terminó por confirmar que, al menos en el terreno de las
tropelías sexuales, en el interior de la Iglesia no se puede hacer distingos
entre conservadores y liberales, derechistas e izquierdistas, poblacionales y
aristocráticos. Como corolario, la semana pasada fue expulsado del sacerdocio
Fernando Karadima, uno de los curas más influyentes de Chile en la era
Pinochet.
También terminó por caer por su propio peso el argumento que
esgrimía la jerarquía cuando estos escándalos recién comenzaron a estallar: que
se trataba de casos aislados. Hoy pocos se atreven a sostener que en estas
perversiones, que suceden por doquier, nada tienen que ver los principios y
tradiciones en que se fundamenta la organización de la Iglesia.
Mientras el secretismo y el control de la información fueron
posibles —las redes sociales terminaron con ellos—, la Iglesia consiguió
sostener una imagen pública coherente con sus prédicas.
Como muy pocos, salvo las víctimas, sabían lo qué sucedía en
su interior, prácticamente nadie dudaba de que los pastores eran los dueños de
la verdad y quienes se atrevían a cuestionarlos eran canallas.
La fiscalía chilena anunció recientemente que están abiertas
más de cien causas por abuso sexual en la Iglesia. Hay casi una decena de
obispos imputados, entre ellos el cardenal y arzobispo de Santiago, Ricardo
Ezzati, por el delito de encubrimiento; 96 sacerdotes y cuatro diáconos están
siendo investigados, además de treinta religiosos sin orden sacerdotal.
La semana pasada, María Paz Lagos, la presidenta de Voces
Católicas, se entrevistó con el papa Francisco en Roma y le pidió que acelere
el nombramiento del nuevo arzobispo de Santiago, a lo que Francisco respondió:
“Mijita, no he encontrado a la persona. Por favor, rece para que la encuentre”.
Todos coinciden en que le ha costado mucho hallar nombres de remplazo para la
totalidad del episcopado chileno al que en mayo obligó a renunciar. Conseguir
candidatos libres de polvo y paja se le ha vuelto una tarea titánica.
No es muy difícil concluir que toda autoridad eclesiástica
mayor de cierta edad si no protagonizó alguna clase de abuso, al menos fue
parte de una gran red de complicidad. En tiempos en los que la diversidad
sexual era brutalmente discriminada, en algunos casos esta Iglesia de hombres
podría haber servido de refugio a homosexuales.
Pero no es esta orientación, como los sectores
ultraconservadores quieren hacer creer, la culpable de los delitos. Es más
probable que la prédica de la castidad y la condena de los deseos sexuales sea
precisamente los que han llevado a sus miembros a esconder instintos naturales
y darles vía abusando de otros que están en una posición de mayor debilidad.
No obstante, en lugar de enfrentar sin tapujos las causas de
su corrupción, la Iglesia chilena optó por corregir las formas emitiendo un
instructivo denominado “Orientaciones que fomentan el buen trato y la sana
convivencia pastoral”, en latín: Instrumentum Laboris. Este documento, publicado
en internet al día siguiente de la expulsión de Karadima y firmado por el
cardenal Ezzati, aconseja a los sacerdotes evitar determinadas muestras de
cariño, como por ejemplo: “Abrazos demasiado apretados; dar palmadas en los
glúteos, tocar el área de los genitales o el pecho; recostarse o dormir junto a
niños, niñas o adolescentes; dar masajes; luchar o realizar juegos que implican
tocarse de manera inapropiada; abrazar por detrás; besar en la boca a los
niños, niñas, adolescentes o personas vulnerables”.
El manual también explica cómo cortar los vínculos con niños
o niñas que pudieran enamorarse de los sacerdotes y llama a evitar “conductas
que pueden ser malinterpretadas”, tales como regalar dinero u objetos de valor
a los niños, hablar con ellos demasiado por teléfono, correo electrónico o
redes sociales, transportarlos en vehículos sin otro adulto presente, sacarles
fotos desnudos, usar lenguaje soez, etc.
Fue tal la andanada de críticas que provocó este
instructivo, que un par de días más tarde optaron por bajarlo de la página de
internet del arzobispado de Santiago, en donde se había publicado.
Si la Iglesia aspira a sobrevivir terminada la era del
secreto, debe enfrentar a rostro descubierto y con la razón por delante la raíz
del problema. Deberá preguntarse si tiene sentido seguir defendiendo el valor
de la virginidad y el celibato, qué lugar le dará a las mujeres en su jerarquía
y si acaso continuará pensando en la feligresía como un rebaño y en el
sacerdote como un pastor.
Sospecho que esta vez no bastarán los cambios cosméticos. La
herida es demasiado grande y si se cubre de maquillaje, en lugar de suturar,
podría causar un mal todavía mayor que aquel que pretende remediar.
(*) Escritor, fundador y director de la revista chilena The Clinic
© The New York Times
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