Una mujer ondea las banderas de España y Cataluña durante la celebración del Día de la Hispanidad en 2017 en Barcelona. (Foto/Santi Palacios-Associated Press) |
Un gran desfile militar sirve para que España
celebre cada 12 de octubre su fiesta nacional y el ideal de una gran comunidad
hispana que se extiende desde la Patagonia a Murcia y donde el aniversario de
la llegada de Cristóbal Colón a América se conmemora con orgullo. La festividad
tiene, en sus pretensiones de
“proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”, un
inconveniente: los españoles la celebramos en soledad.
Lo que en España conocemos como el Día de la
Hispanidad, en Argentina es el Día del Respeto a la Diversidad Cultural, en
Colombia y México el Día de la Raza, en Uruguay el Día de las Américas y en
Venezuela el Día de la Resistencia Indígena. Españoles y latinoamericanos
hablamos el mismo idioma, pero lo utilizamos para contar versiones opuestas de
nuestra historia común.
Las escuelas españolas enseñan que los
conquistadores fueron aventureros que llegaron a América tras grandes odiseas,
civilizaron el Nuevo Mundo y sirvieron con honor a sus reyes, que los premiaron
con oro y propiedades. Rara vez dejamos que las sombras de aquella gesta, con
sus expolios y abusos sobre las poblaciones nativas de todo un continente,
estropeen el relato.
Para que el 12 de octubre sea una verdadera
celebración de la hispanidad, España debería ofrecer la reparación de la verdad
y empezar por recordar también a las víctimas de la Conquista, no solo a sus
héroes. Instituciones, universidades y administraciones podrían erradicar el
chauvinismo imperante en los estudios sobre la época. Organismos oficiales,
medios de comunicación y ciudadanos haríamos bien en deslegitimar a los
historiadores, académicos o dirigentes públicos que se niegan incluso a definir como colonialismo la
presencia española en América.
Aunque no tiene sentido juzgar la historia bajo los
códigos morales de la actualidad, la Conquista fue un acto de violencia
sostenido durante tres siglos que provocó la desaparición de comunidades
enteras y tuvo como principal motivación el expolio de las riquezas del
continente. El mundo era entonces un lugar donde los fuertes invadían a los
débiles —todavía lo hacen, pero menos—, las naciones no dirimían sus
diferencias en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y al término genocidio le
quedaban cuatro siglos para ser acuñado por Raphael Lemkin. Y, sin embargo, el
contexto histórico no debería ser una excusa para ocultar los hechos, sino una
oportunidad para aceptarlos sin que suponga transmitir la culpa a las
generaciones actuales, que nada tuvieron que ver con ellos.
El conquistador de Perú, Francisco Pizarro, fue un
buen ejemplo de las contradicciones de la colonización española. Sus cartas,
documentos y diarios, reunidos por el historiador Guillermo Lohmann Villena,
muestran a un militar implacable que trató de gobernar con eficacia, a un buen
estadista que tenía más empatía por los indígenas que muchos de sus
correligionarios. Si la mayoría de las más de cien biografías que existen de
Pizarro lo describen como un “genocida” no
es porque tuviera un plan deliberado de exterminar a los locales, sino porque
ese fue uno de los efectos de la dominación del continente. Para 1590, seis
décadas después de la llegada de Pizarro, la población del imperio inca se había reducido en más de un
80 por ciento, en gran parte por los estragos provocados por las
enfermedades traídas por los europeos.
Que las víctimas de la Conquista no merezcan ningún
protagonismo en la Casa Museo de Pizarro, en su ciudad natal de Trujillo,
indica lo lejos que España está aún de asumir el lado más oscuro de su etapa
colonial. Los guías turísticos de la localidad extremeña prefieren centrarse en
la victoria del guerrero español sobre 40.000 incas con tan solo
doscientos soldados de su lado o su determinación para
emprender las misiones más valientes. El recibidor del museo está adornado por
un gran mural donde dos indígenas están rodeados de abundancia gracias al
intercambio de productos entre América y Europa. “A consecuencia del
Descubrimiento y Colonización”, se puede leer en un texto junto a la lista de
veintinueve frutas que los peruanos disfrutan hoy gracias a los españoles.
Ni siquiera el invencible Pizarro, vaciado en
bronce sobre su caballo, ha resistido en los últimos años las discrepancias
históricas. Dos estatuas idénticas del conquistador fueron esculpidas por el
artista estadounidense Charles Cary Rumsey y enviadas a principios del siglo
pasado a Trujillo y a Lima, la ciudad fundada por Pizarro en 1535. La primera de
ellas sigue presidiendo la Plaza Mayor de la localidad española. La otra ha
sido reubicada de un sitio a otro, cada vez menos visible, de la capital
peruana; la última en 2003.
Aún no estamos de acuerdo en cómo catalogar a los
protagonistas de la Conquista, si como héroes o como villanos, en si los
españoles descubrimos o invadimos América o
en si el 12 de octubre debería llamarse el Día de la Hispanidad o de la
Resistencia Indígena. Pero sí podríamos estar de acuerdo en resignificar la
jornada. Esto sería posible si España ofrece a sus excolonias una compensación
asequible: una mayor honestidad histórica. Solo así la fecha podría ser una
verdadera celebración del mundo hispano y de una lengua compartida y los
vínculos culturales comunes a ambas orillas del Atlántico.
Las mutilaciones intencionadas de la historia en
museos, libros o escuelas no ayudan y tienen el agravio adicional de ser
completamente innecesarias. Medio milenio parece suficiente tiempo para que los
españoles podamos afrontar los excesos de aquellos días sin sentirnos heridos
en nuestro orgullo patriótico. Y, de la misma forma, los países de América
llevan suficiente tiempo emancipados como para resistir la tentación de caer en
el confortable victimismo de los colonizados.
Una de las veces que en Lima se discutía qué hacer
con la estatua de Pizarro, el historiador peruano José Antonio del Busto,
fallecido en 2006, explicó los matices.
No se refirió al conquistador como héroe, pero sí como un personaje que ayudó
crear las bases del Perú moderno: el inicio del mestizaje, la implantación del
cristianismo, la fundación de sus principales ciudades y la enseñanza de una
lengua común. “Nosotros somos descendientes de los vencidos y de los
vencedores. Pero no somos ni vencedores ni vencidos”, escribió Del Busto.
“Somos el resultado de ese encuentro”.
Han pasado demasiados siglos para que tengan
sentido las comisiones de la verdad, las reparaciones materiales e incluso las
disculpas. Bastaría con la construcción de un relato que, sin dejar de contar
la importancia del Imperio español, reflejara las profundas heridas que dejó en
el continente americano.
(*) Escritor y periodista. Su libro más reciente es
“El lugar más feliz del mundo”.
© The New
York Times
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