Por Roberto García |
Menuda sociedad la de Cambiemos: uno de sus socios, Carrió, jura haberle
perdido la confianza al Presidente, exige que despida ministros (Garavano) y
funcionarios (Cuccioli),
que no frecuente ni les pida favores –que ella es incapaz de realizar– a sus
amigos (Angelici), se someta en fin a su arbitrio femenino.
Los otros participantes cupulares, los radicales, demandan con menos
virulencia, son más activos en las efectividades conducentes y, como nunca
desean salir mal en la foto, adhieren a las causas que no lastimen a la opinión
pública. Fueron, claro, quienes determinaron que el Gobierno retroceda con el
aumento retroactivo del gas, consideraron desmedida la medida y hasta
ridiculizaron al secretario de Estado que la impuso. No fue un gran esfuerzo:
el stand up previo de Iguacel ya había provocado suficiente risa.
Exito. El reclamo UCR prosperó como un grotesco: Macri, una hora después de
haber justificado y reconfirmar el incremento en público, anunció su anulación.
Comprensible, le avisaron que, si insistía, nadie le aprobaría el Presupuesto
2019, compromiso ineludible para conservar el oxígeno financiero del FMI. Como
al ingeniero no le va bien con sus ortopédicos asistentes de Cambiemos, ya
instruyó resucitar al PRO, una formación hoy dormida, disgregada.
El cuestionamiento a Garavano, por el disgusto de Macri, derivó en una
rectificación de Carrió, casi un gagaísmo: dijo que había bromeado sobre su expulsión,
suspendía el pedido de juicio político al ministro y que, bajo ningún aspecto,
extorsionaba al Presidente.
Evidente: alguien le aplicó un sosegate y le mostró la puerta de salida
si no le gustaba el olor ambiental. Nadie cree que haya sido el ex rugbier y
ahora golfista Torello, uno de los íntimos del mandatario, correveidile y
repartidor de golosinas con la diputada entre Exaltación de la Cruz y Olivos.
El inicial exceso de Carrió con Garavano obedeció a su obsesión contra el jefe
radical Sanz, quien lo instaló en el cargo y le gobernaría las palabras como si
fuera un chirolita, auxiliado por su álter ego profesional Gil Lavedra,
enlazados –según ella– con otro radical prominente, Enrique Nosiglia, el ex
titular de la Corte, Lorenzetti, y el boquense operador jurídico Angelici. Una
asociación que no considera lícita.
Igual, la arrebatada dama conserva un misil para no perder por goleada
en la contienda partidaria. ¿O acaso no hay un líder radical complicado en la
investigación por los cuadernos de la corrupcion? Al menos, es lo que barrunta,
algo descolocada también por su batalla con la AFIP al escandalizarse por el
despido de tres funcionarios de su preferencia (Castagnola, Mecikovsky, Bo) que
se atrevieron a comprometer judicialmente a la empresa Iecsa (familia Macri)
por remesas de dinero negro a Andorra.
No dudó ante la obviedad y denunció al jefe de la AFIP; más tarde, sin
embargo, se allanó a una componenda: merced a la gestión del ex vicejefe de
Gabinete, a quien cultiva, Quintana la convenció de que Cuccioli es un buen
padre de familia, no sale de noche y menos detendrá una investigación que
involucre al Presidente y familiares. Palabra de empresario.
Marcha atrás. Dos de los echados se quedaron, el otro no quiso volver al manoseo y en
el trasiego informativo se le recordó a Carrió que tampoco le fue bien cuando
cuestionó a Aranguren y Sureda por el corte de ventajas que desde el Ministerio
de Energía le aplicaron al grupo Amarilla Gas, tan caro a su corazón.
Estoico, Macri atraviesa la humillación de los propios, la temporada en
el infierno que le brindan la economía y la declinación social, también el
castigo de las encuestas.
Sin embargo, hombre de amianto, al Presidente parece que no lo quema el
fuego ni lo moja el agua. Y, gélido, mantiene su dedicación para renovar el
mandato presidencial y ordena atender dos elecciones provinciales previas,
claves, Santa Fe y Cordoba. Si no se derrumba en esos distritos y, luego, añade
Capital y provincia de Buenos Aires a su coleto, su volumen y aspiraciones
territoriales serían imbatibles. Por lo menos, es su fantasía.
Buena onda. De ahí que, a pesar de los daños personales, le dedicó tiempo al gurú
del optimismo, definición injusta para un famoso psicólogo de Harvard que
deslumbra a Marcos Peña, quien lo contrató para un almuerzo y alguna
disertación con bajo cachet (según el Gobierno). Como si no tambalease la
coalición, el ajuste presupuestario y sus ministros no se bañaran en ácido, se
entregó a la optimista experiencia del visitante. Aunque poco leído en Matanza
y Berisso, Steven Pinker debió tentar al Presidente por frases
inapelables como “vivir es mejor que morir”, o conceptos de sus libros en los
que supone descubrir no solo los secretos de la bonanza universal, también los
de la felicidad. Casi como la prédica meditativa de los budistas a la que el
jefe de Estado parece propenso. Aunque al Presidente le interesan esos planteos
no convencionales, recordar que se armoniza con una experta, especialmente en
situaciones difíciles.
Le sienta a Macri el formato Pinker: furioso antipopulista, anti Trump,
posiblemente ateo, gradualista, obviamente de moda con los más ricos (Bill
Gates es uno de sus clientes intelectuales), manifiesto enemigo del periodismo
que impide valorar el progreso y se solaza con las malas noticias, este
reconocido autor también guía los ensueños de Peña y su ristra de adherentes,
por el convencimiento de que nunca el mundo estuvo mejor. Continúa Pinker en
ese rumbo al lejano Weber con la racionalización y, especialmente, a otro
pensador más cercano y enjundioso, Norbert Elias, quizás el pionero superior
del avance universal. Algo que una buena parte de los argentinos no parece ver,
caprichosos y microscópicos, tal vez porque en los últimos tres años de
macrismo se registran lamentables índices, como los de más de medio siglo de
historia de pérdida de riqueza. Parece más fácil, para Macri, domesticar a
Carrió que hacer docencia ante el público local de una prosperidad colectiva.
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