Por Santiago Kovadloff |
No fracasa entonces quien choca contra un obstáculo sino
quien estima que nunca podrá superarlo. En el fracaso radical, la adversidad se
convierte en destino. Pasa a ser fatalidad y se asimila a lo irremediable.
No faltan ejemplos. Uno de ellos lo brinda el tango asociado
a un desencanto presuntamente varonil en el trato con todas las mujeres. El
bolero, menos severo con ellas y sin duda más lírico, propone otro: el del
enamorado que, crucificado en su pasión, se dispone a morir por el hechizo que
lo desvela.
Abundan además, en las obras literarias, fracasados
memorables. Se cuentan entre ellos los que no toleran la invicta fortaleza del
mal y ante su vigencia inamovible resuelven matarse. Dostoievski les dio vida
eterna. Otros se suicidan para escapar del dolor que los devora al verse
rechazados, como el Werther de Goethe. Y algunos se dejan arrastrar a la
aniquilación por la apatía moral, como Mersault en El extranjero de Camus.
En la mal llamada vida real (¡como si la de los sueños no lo
fuera!) abundan los que se confiesan frustrados porque no supieron perseverar
en la defensa de un ideal o de una vocación. Y es cierto que hay allí un gran
padecimiento, casi siempre indeclinable. Pocas cosas duelen más que una pasión
desoída.
La tragedia clásica retrata la catástrofe en la que siempre
desemboca la desmesura. El fracaso consiste allí, sea esa tragedia griega,
francesa o shakespeariana, en haber desoído el llamado que la prudencia formula
a la tentación del desenfreno.
Por supuesto, el desastre así entendido no es solo ni ante
todo literario. Ni literaria únicamente la insistencia del exceso en traspasar
todo límite, creyendo que el desenlace nunca será el infortunio.
Pero cuando no es así, el semblante del fracaso se
transforma, matiza y multiplica. Ya nada dirá de él ninguna caracterización que
aspire a ser exclusiva.
Hay fracasos cuyo espesor un carácter bien templado sabe
moderar sin renegar de ellos, seguro de sus convicciones aunque nadie las
comparta y sin pretender que ellas tengan validez universal.
Otros no viven como fracaso lo que para muchos lo es. Conocí
siendo muchacho a un pintor impresionista llamado Manuel Zorrilla. Nada le
importaba que ya no fuera vanguardia la escuela a la que adhería. Solo como
impresionista había encontrado la emoción de pintar. La peor de las
frustraciones hubiera consistido para él en dejar de hacerlo como lo hacía.
Hay fracasos que aleccionan, y si es cierto que lastiman
también lo es que favorecen la posibilidad de aprender.
No olvidaré la mañana en que, confiado en la lectura que
había hecho de las clases dictadas por el profesor titular de Filosofía Moderna
y de las páginas que entendí esenciales en la Crítica de la razón práctica, de Kant, expuse sobre esa obra
durante unos diez minutos, en un examen oral. Tras escucharme y al cabo de un
silencio que me pareció excesivo, el profesor disparó su veredicto: mi nota era
tres.
-¿Tres? - exclamé yo casi agónico-. Pero? ¿En qué me
equivoqué?
-En nada. Solo que usted se limitó a repetir lo que yo dije.
No me dijo lo que usted aprendió a pensar leyendo a Kant o analizando lo que yo
le transmití. No le escuché nada acerca de lo que la Crítica e significa a usted; a dónde lo llevó, qué le propuso. ¿Me
entiende? La suya fue, permítame que así se lo diga, la exposición de un
ausente. Por eso tiene tres, Kovadloff. Vuelva en marzo. ¿Y sabe qué? No
estudie. Hágame saber lo que piensa.
Si, como quiso Sócrates, la filosofía da a luz a quien se
arriesga a frecuentarla, yo fui parido ese día. Ese fracaso radical, en aquel
momento humillante, fue decisivo para mí. El profesor Andrés Mercado Vera había
arruinado mi promedio pero me había aleccionado para siempre.
Comprendí, años más tarde, que no nos equivocamos porque
cometemos errores sino porque somos un error, atenuado a veces, notorio otras.
Y ello es así porque el desajuste entre la palabra y la realidad es inevitable.
Las cosas no caben por entero en lo que de ellas decimos. Es inútil, y puede
por eso llegar a ser siniestro, pretender que el significado de la realidad se
agote en lo que por ella entendemos. Pero de la comprensión y de la aceptación
de esa misma disonancia básica entre palabra y realidad, podemos extraer un
repertorio considerable de ideas y oportunidades que ayuden a impedir que el
fracaso, en eso de dialogar y vincularnos mediante interpretaciones, nos esté
esperando a la vuelta de cada esquina.
Conviven mejor los que no se arrogan toda la razón ni la
homologan a sus convicciones; los que son capaces de generar consensos en la
búsqueda de la verdad y en el reconocimiento mutuo de sus valores. Si algo
enseña el fracaso de la autosuficiencia es que el hombre que aprende a
desconocerse sabe más de sí mismo que aquel que se da por conocido. Por eso y
por mucho más, Oscar Wilde recomendaba que no dejemos de advertir que "es
conveniente ser un poco improbables".
De modo que no todo se agota en la obstinada negación,
cuando de fracaso se trata. Y si es certera la fábula de la zorra y las uvas,
también lo es el hecho de que aun ante lo irremediable, como suele ser una
pérdida que abruma, el tiempo puede a veces ayudar a restituir la fortaleza que
parecía perdida.
La impotencia pierde entonces su despótico mandato sobre
nuestras vidas. Signo de un momento extremo de desolación, el fracaso pasa a
inscribirse en el flujo de los días. Sin duda, el fracaso es lo sucedido pero,
a partir de cierto momento de difícil aprehensión, empieza a dejar de ser lo
único que sucede. Lo que somos ya no se agota en su signo. El duelo nos permite
emprender nuevamente la marcha que lleva de lo insostenible a lo soportable, de
la intemperie al sentido que en parte ampara.
En lo que hace al fracaso, el apego a las clasificaciones
sugiere reunir en dos grandes conjuntos a los miembros de nuestra trajinada
especie. Se agruparían en uno aquellos que logran convertirlo en fuente de
aprendizaje. En el otro, los que golpeados por el fracaso se niegan a
reconocerlo. Para estos, la verdad es siempre un espejismo al que basta un
soplo para disolverla. La obstinación respalda sus creencias a rajatabla contra
toda evidencia contraria. Sobre ellos supo pronunciarse admirablemente la
ironía de John Locke: "Si la realidad no coincide con mis palabras, peor
para la realidad."
Son de igual modo memorables algunos de los poemas, ensayos
y novelas escritos sobre el aprendizaje al que a veces habilita una relación
fecunda con el fracaso. Recuerdo ahora las propuestas de El viejo y el mar, de Hemingway y El mito de Sísifo, de Camus.
Le debo a mi padre la revelación de El viejo y el mar. Y no solo porque me regaló ese libro. Me
franqueó, además, el encuentro medular con él, al enseñarme a reconocer en la
derrota final del pescador algo más hondo y decisivo que su fracaso: la
fortaleza invicta de su perseverancia.
El viejo pescador no se desmorona. No se reconoce condenado
al infortunio. Es incansable. La insistencia en revertir su suerte no cede. En
esa insistencia consiste su dignidad. No niega lo que le pasa. No subestima a
ese mar que parece empeñado en no entregarle nada. Pero al viejo lo caracteriza
algo más que lo que le sucede. No cree en la fatalidad. Cree en la suerte, en
la mala y en la buena, en el azar. Y lo busca, lo explora, lo provoca. No le
concede a su desgracia la última palabra. Y vuelve a echar sus anzuelos al mar.
Logrado finalmente el pez, un enorme pez con el que lucha
magistralmente antes de rendirlo, otro desafío de inmediato lo acosa: los
tiburones cebados por la sangre de su presa. El viejo se empeña en espantarlos.
Es inútil. Los tiburones destrozan el pez. Nada pueden los mandobles de sus
remos. Exhausto y con el patético saldo de su caza, el viejo alcanza la costa.
Mi padre me hizo ver, en ese desenlace de apariencia
catastrófica, el triunfo mayor de la persistencia. La contracara de su derrota.
El triunfo moral de ese Sísifo cubano.
Fracasa, en suma, el soberbio. Fracasa y solo fracasa el
intransigente; el obcecado, el inflexible. El obstinado que no quiere aprender
de su derrota y solo se empeña en negarla. El que solo se avergüenza de la
puesta al desnudo de su error o su indigencia. Fracasa quien se presume señor
de las palabras. El prepotente, el intolerante. Y, ciertamente, fracasa aquel
que en cada uno de nosotros aguarda paciente, al acecho, el momento oportuno
para hacernos creer que sabemos definitivamente de quién hablamos cuando
decimos yo.
© La Nación
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