Por James Neilson |
Son tan graves y están tan
arraigados que a ninguno le gustaría arriesgarse formulando propuestas
constructivas para el país tal y como es.
Intentarlo los obligaría a reconocer
que la raquítica economía nacional no está en condiciones de seguir soportando
un gasto público groseramente sobredimensionado, que el sistema educativo fabrica
más analfabetos funcionales que personas preparadas para hacer frente a los
desafíos que nos aguardan en las décadas próximas, que la miseria estructural
se debe a algo más que las deficiencias evidentes del capitalismo local, que
para muchos la corrupción es normal, y así largamente por el estilo.
Sí, la realidad es tan fea que no sorprende en absoluto que
tantos políticos estén más interesados en aprovecharla en beneficio propio que
en modificarla, aunque fuera mínimamente. He aquí una razón por la que les
encanta dar prioridad a las peleas internas o, mejor aún, a las batallas
electorales. Aunque parece absurdamente prematuro intentar prever lo que podría
suceder en los más de doce meses que nos separan del 27 de octubre de 2019,
todos los días aparecen encuestas acerca de las perspectivas ante quienes
podrían desempeñar papeles protagónicos.
Tanto los macristas y sus aliados como los adherentes de las
diversas facciones peronistas ya tienen los ojos puestos en las elecciones que,
siempre y cuando no ocurra nada raro, se celebrarán en aquella fecha. Hablan de
lo que llaman estrategia, de acuerdos posibles, y procuran prever la eventual
evolución de la economía. ¿Aumentará el consumo en los meses previos? ¿Podría
sobrevivir Mauricio Macri a una recesión prolongada? ¿Qué hará Lilita Carrió?
¿Romperá María Eugenia Vidal con su mentor? ¿Será buena la cosecha? ¿Será
candidata Cristina? ¿Cerrarán filas los peronistas? ¿Cómo miden Miguel Ángel
Pichetto, Sergio Massa, Juan Manuel Urtubey? ¿Surgirá una versión criolla del
brasileño fogoso, amigo de las dictaduras militares, Jair Bolsonaro?
Por ahora, no hay forma de saber las respuestas a tales
interrogantes, pero a casi todos los políticos y los encuestadores que los
acompañan les parece mejor plantearlos de lo que sería procurar elaborar un
programa sociopolítico realista para un país que, a pesar de todos sus recursos
naturales y humanos, se las ha arreglado para depauperarse, mientras que en el
mismo lapso otros, como Corea del Sur, que dependen exclusivamente del vigor,
creatividad e inteligencia de sus habitantes, se han erigido en potencias
económicas y tecnológicas.
Puede entenderse el entusiasmo que se apodera de los
profesionales de la política al ponerse en marcha las campañas electorales. Las
tratan como competencias deportivas, afines en cierto modo a las mundiales de
fútbol, que por un rato monopolizan la atención de la gente, en que detalles
que en otras circunstancias no revestirían importancia podrían significar la
diferencia entre un triunfo resonante y una derrota imprevista.
Será por tal motivo que en una época como la actual, en que
casi todas las sociedades afrontan dificultades que parecen insuperables y que
a menudo lo son, las disputas electorales propenden a estirarse incluso en
lugares en que, hasta hace poco, duraban apenas un par de meses. Ofrecen a los
participantes una oportunidad para dejar de preocuparse por asuntos “técnicos”
aburridos y concentrarse en temas a su juicio fundamentales como las imágenes
respectivas de los aspirantes a cargos electivos, en especial el ocupado por el
presidente.
Con cierta frecuencia, políticos ambiciosos nos aseguran que
la mejor forma de conseguir votos consiste en hacer una buena gestión, pero a
juzgar por lo sucedido en el país a partir de la Gran Depresión de los años 30
del siglo pasado que cambió todo, el grueso del electorado no suele tomar en
cuenta la eventual eficiencia administrativa de los candidatos. Antes bien,
privilegia las impresiones subjetivas, como la presunta solidaridad para con los
menos afortunados o la autoridad moral que atribuye a los postulantes. Una
sonrisa atractiva o una consigna feliz pueden valer más que bibliotecas llenas
de proyectos de ley geniales.
Para colmo, puesto que virtualmente todos los políticos se
rodean de asesores de imagen que, como directores de cine, les aconsejan
adoptar ciertas actitudes en público y pronunciar ciertas palabras, se ha
vuelto sumamente difícil enterarse de lo que un político quisiera hacer en el
caso de que alcanzara su objetivo, si es que él mismo lo tiene claro.
Últimamente, muchos políticos han llegado a la conclusión de
que, para forjar un vínculo supuestamente personal con los votantes, no hay
nada mejor que invertir mucho tiempo y dinero en las llamadas redes sociales.
Según quienes figuran como expertos en el cambiadizo universo digital, dichas
redes sirven mejor que la vieja prensa escrita o la televisión para crear una
ilusión de intimidad, de cercanía con la gente. O sea, se trata de una
modalidad que es tan engañosa como cualquier otra, pero de una que contribuye
más a profundizar las grietas que ya se han abierto al estimular el aislamiento
y brindar un ambiente que es propicio para la proliferación de “noticias
falsas” más convincentes que las generadas en el pasado pre-digital.
Así pues, lejos de fortalecer la democracia, el progreso
vertiginoso de las comunicaciones electrónicas está debilitándola al estimular
la fragmentación de las sociedades en una multitud de sectas, cada una con su
propia “verdad”. Se trata de un fenómeno que, en un país tecnológicamente
avanzado como Estados Unidos, ha cavado una fosa tan profunda entre los
partidarios de Donald Trump y sus enemigos demócratas que sería inútil pedirles
debatir racionalmente en torno a cuestiones básicas. Pertenecen a tribus
diferentes con sus dialectos particulares y escalas de valores distintas. No
intercambian ideas, sino insultos.
Aquí, la grieta más notoria separa a los kirchneristas de
los demás. Por motivos tácticos, ciertos operadores de Cambiemos quieren
conservarla: creen que les convendría un hipotético balotaje entre Macri y
Cristina. No les preocupa que dejar sospechar que les gustaría que la ex
presidenta se mantuviera en el centro del escenario la potencie, y que el temor
a que regrese con su tropa no pudiera sino tener un impacto económico muy
negativo.
Si sólo fuera cuestión de un torneo deportivo, tal manera de
encarar la política tendría sentido, pero hay mucho más en juego. Para que la
Argentina logre salir del pozo en que se ha metido, sería necesario que los
prohombres del “peronismo racional” se ubicaran en el mismo lado de la grieta
que Cambiemos, oponiéndose al facilismo populista, pero hay indicios de que
algunos de los así calificados estarían pesando los pros y contras de hacer
causa común con los kirchneristas que, al fin y al cabo, la mayoría respaldaba
con lealtad conmovedora durante más de doce años. Mucho dependerá de la
evolución de la encuestas; si Macri baja nuevamente y Cristina sube, personajes
como Massa no vacilarán un momento en asumir una postura hostil hacia el
Gobierno; tratarán de convencer a “los mercados” de que la política económica
fracasará de modo catastrófico y que por lo tanto sería mejor no apostar a una
eventual recuperación del país.
Mal que les pese a los voceros del oficialismo, no podrán
ufanarse de haber hecho “una buena gestión”, como en un primer momento dieron a
entender por tratarse de un gobierno con tantos CEOs exitosos. Aun cuando a
Macri le resultara legítimo argüir que, a pesar de todos aquellos “errores no
forzados”, la suya ha sido mucho mejor que la de todos los gobiernos peronistas
que lo precedieron, se ha difundido tanto la impresión de que ha sido
llamativamente inepta que no logrará persuadir a la gente de que, dadas las
circunstancias en que el país se encontró cuando puso manos a la obra, su
gestión ha sido menos mala de lo que era razonable esperar. Desgraciadamente
para los macristas, los perjudican hasta los deslices más anecdóticos que, de
ser cuestión de un gobierno netamente populista que se oponía por principio al
“eficientismo”, hubieran pasado desapercibidos.
En los meses próximos, todo cuanto suceda en el país será
interpretado en clave electoral al procurar los políticos sacar ventaja de los
altibajos de la economía, la agitación callejera y, desde luego, los episodios
relacionados con la ofensiva que jueces y fiscales están librando contra la
corrupción. Para justificar lo que hicieron cuando estaban en el poder, los
kirchneristas tienen forzosamente que tratar de hacer creer que no los motivaban
la codicia sino la necesidad de financiar la lucha por impedir que la Argentina
cayera en las garras de la despiadada oligarquía neoliberal encabezada por
Macri que, según ellos, es responsable de todas sus penurias. Aunque cuesta
tomar en serio esta parte de su relato ya que la evidencia que es de dominio
público no podría ser más contundente, son muchos los que hablan, actúan y con
toda seguridad votarán como si estuvieran sinceramente convencidos de que
Cristina sí es víctima de una gran conspiración urdida por el gobierno de
Cambiemos.
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