Por Héctor M. Guyot
La violencia de afuera se produce por la violencia de adentro.
Es su reflejo. La antidemocracia está dentro de la democracia. Los anticuerpos
del sistema lograron expulsarla del poder, pero sigue dentro.
No es que la violencia de la calle se trasladó al interior
del Congreso, sino al revés. Otro hubiera sido el trámite de la sesión del
miércoles si desde adentro todos hubieran condenado de inmediato la violencia
que algunos grupos habían desatado en la calle. No lo hicieron porque muchos de
los de adentro, de una u otra forma, habían llamado a esa violencia. La
necesitan, como la necesitaron antes. En el poder la ejercieron de muchas
maneras -más brutales, más sutiles- para debilitar las defensas de la democracia
y cumplir con el designio que un día, acaso en un acceso involuntario de
verdad, la gran capitana verbalizó de modo inapelable en su "vamos por
todo". ¿Qué encerraba ese "todo"? Es difícil dar cuerpo a la
ambición sin medida. Como sea, así como antes apelaron a la violencia contra
las reglas y las instituciones para obtener ese "todo", hoy la
ejercen para salvarse de ir presos por lo que hicieron (no consiguieron todo,
pero se llevaron bastante), acompañados por la fuerza de choque de la izquierda
extrema y por una comparsa ruidosa que apuesta al operativo retorno para no
perder los quioscos y los privilegios que todavía mantiene.
Pueden llenarse la boca con la palabra represión, pero es
difícil ocultar quién llamó y a quién le conviene el lenguaje de las piedras.
"Todos juntos. En el Parlamento y en la calle para frenar el ajuste",
convocó un diputado que de 1983 a la fecha desaprendió todo lo aprendido o que
nunca supo nada, el mismo que increpó a legisladores del oficialismo y junto
con otros compañeros reclamaba la suspensión del debate. Al fin, todo resultó
una mala copia de aquella sesión de diciembre que, violencia mediante, frustró
la reforma laboral y dejó también una plaza destrozada. Esta vez la metodología
-de manual, como le gusta decir a la expresidenta- no resultó. Pero quedó claro
que una democracia no puede funcionar bien cuando desde adentro es sometida a
estas dinámicas perversas que dañan su esencia.
La violencia es el fracaso de la palabra. Y la palabra es el
instrumento de la democracia. Por eso lo que ha hecho y hace el kirchnerismo
ataca de lleno al sistema. No hablo de las ideas que malversa o proclama,
algunas rescatables y otras discutibles, incluso las más disparatadas, sino de
la metodología que lo identifica y lo constituye, en la que todo vale si
resulta idóneo para alcanzar el fin perseguido. Fue la expresidenta, durante su
mandato, la que degradó el uso de la palabra, divorciándola de la realidad
según sus intenciones y utilizándola como un arma de amedrentamiento y ataque
ante la que se cuadraban propios y ajenos. Su voz se convirtió en la única,
pues ella no toleraba otra, y a fuerza de épica vacua tejió ese velo que
durante tanto tiempo mantuvo oculto a tantos lo que en verdad ocurría, mientras
un remisero se encargaba de ponerlo por escrito.
Hoy la palabra está dañada. Por eso el diálogo es tan
escaso, aunque todos -hasta el obispo de las gafas oscuras- llamen al diálogo.
Falta vocación verdadera. Son muchos los que, dentro de la democracia, encarnan
métodos antidemocráticos. Si no se avienen a las reglas, si no se adaptan a la
palabra y siguen aferrados al lenguaje de las piedras, la democracia debería
depurarse de estos agentes que la dañan. ¿Cómo? Mediante sus cauces naturales,
como el voto o la acción de la Justicia cuando corresponda. Pero nuestra
democracia es débil y le cuesta. No percibe el peligro que corre. A la salud
del sistema, que es también la salud del país, sus actores anteponen el afán de
hacerse con el poder o de permanecer en él.
Si conviene, vamos nomás con los que juegan a socavar el
sistema y a desestabilizar al Gobierno. Todo lo que importa es permanecer. O
volver. Lo saben los intendentes peronistas del conurbano, decididos a
aferrarse del vestido de la expresidenta si eso ayuda a su reelección. Lo saben
algunos de aquellos peronistas que la han jugado de racionales, que ya arriman
el bochín a la señora para beneficiarse de sus votos mientras adaptan el
discurso. Y lo sabe también el Gobierno, o parte de él, que en las elecciones
del año próximo aparentemente aspira a medirse con la dama multiprocesada para
sacar rédito de la polarización. En medio del desconcierto peronista, los
apuros del Gobierno y el castigo de la recesión, todo esto hace las delicias de
los omnipresentes programas políticos y despierta las más variadas y coloridas
interpretaciones. Muy divertido todo. Pero no nos quejemos. Porque, así,
difícil es cambiar el lenguaje de las piedras por la palabra y el diálogo.
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