Por Javier Marías |
Las redes, los tertulianos y no pocos periodistas
“serios” se rasgan las vestiduras por hechos o dichos menores, por nimiedades.
Es costumbre que todo se tergiverse, se adultere o se exagere: si alguien
califica lo manifestado por otro de tontería, el primero es acusado al instante
de insultar y llamar “tonto” al segundo, cuando todos podemos soltar tonterías
a veces sin que ello nos condene como tontos cabales y definitivos. También se
sabe desde hace siglos que llamar idiota, ignorante o necia a una persona puede
no constituir un insulto, sino una mera descripción subjetiva, u objetiva. En
meses recientes hemos asistido a alborotos mayúsculos causados por minúsculos
problemas con Hacienda, en una nación en la que raro es el individuo al que
Hacienda no le haya planteado problemas, con sus cambios de criterio
retroactivos, sus constantes subidas de impuestos (con Rajoy como con Sánchez)
y sus frecuentes arbitrariedades. Luego se han desatado batallas y sermones por
títulos semificticios o regalados y aparentes plagios de tesis, en un lugar en el que,
tradicionalmente, quien no ha copiado en un examen ha dejado que le copiaran, y
era el que se oponía el que incurría en deshonra, un mal compañero.
Sin duda es
deseable que todo el mundo tribute debidamente, que nadie copie ni plagie ni
obtenga lo que no se ha ganado. Pero no se puede caer en el ridículo continuo,
agigantando a las amebas. Ahora bien, lo más extraño es que, cuando por fin
acontece algo en verdad gravísimo, los histéricos habituales reaccionan con
inaudita flema, como si no tuviera importancia o jamás hubiera ocurrido. El
pasado 1 de octubre se produjo en Barcelona el asalto al Parlament, con intención de ocuparlo y secuestrarlo, por una turba de mastuerzos.
Se les permitió entrar en la Ciudadela, alcanzar y arrojar las vallas que mal
protegían el edificio, acorralar a los escasos Mossos que lo custodiaban (a los
que se prohibió cargar durante largo rato), hasta verse éstos obligados a
encerrarse, por los pelos, tras el último portón. Más o menos como hemos visto
en cien películas en el asedio a un castillo o fortaleza. La marea embistió el
portón y trató de forzarlo por las bravas. Huelga recordar que un parlamento,
el que sea, es la sede del pueblo soberano, que ha elegido a sus
representantes.
Conviene
recapitular. El asalto, diga lo que diga el actual y servil director de los
Mossos, Martínez, se debió a los llamados Comités de Defensa de la República, copiados de
los Guardianes de la Revolución cubanos y de la Guardia Revolucionaria iraní,
que patrullan, espían, delatan y castigan a los “desafectos”. Estos CDR son
conocidos por cortar autopistas e impedir el paso de trenes cuando se les
antoja, dañando la economía y tomando como rehenes a sus conciudadanos. Se sabe
que no son precisamente respetuosos de la convivencia ni de las libertades
ajenas, ni sonrientes ni apacibles. Pues bien, horas antes del acoso (se vio en
las televisiones), el Presidente de la Generalitat se acercó a un grupo de
ellos, los llamó “amigos” y los felicitó por “apretar” con sus acciones. A otro
grupo les dijo “No tengáis miedo”. ¿De qué podían tenerlo? Sólo de la policía
autonómica, encargada de mantener el orden. Pero como ésta está bajo el mando
de Torra, les vino a dar carta blanca. Los dos mensajes eran fácilmente
traducibles: “Haced lo que os plazca, que nadie va a castigaros y yo apruebo lo
que se os ocurra”. El resultado fue el intento de toma del Parlament, y —como
habría previsto cualquier político mínimamente instruido y no lerdo— la masa
vuelta contra su protector de horas antes, contra el “amigo”. Ni siquiera hubo
detenciones, ni una, ¿cómo iba a haberlas?
Torra no ha dado
explicaciones ni ha dimitido, nadie de su Govern las ha dado. Tampoco Pedro
Sánchez, insólitamente, después de episodio tan amenazante. Todos se lo han
tomado con la flema que les falta ante las fruslerías. Incomprensible en este
país de perpetuo histerismo. No está en mi ánimo comparar a nadie con los nazis,
pero no he podido evitar acordarme de que en 1933, poco después del incendio
del Reichstag o cámara baja berlinesa, y poco antes de las elecciones
generales, la policía la comandaba Göring (fundador de la Gestapo y mano
derecha de Hitler), quien dio plena libertad e impunidad a los mastuerzos de
camisa parda para reventar con violencia los mítines de los demás partidos
adversarios. Con esa oposición silenciada, Hitler obtuvo una exigua mayoría que
no obstante lo facultó para asumir el poder absoluto. Al año siguiente organizó
la matanza de los disidentes de su Partido Nazi en la “noche de los cuchillos
largos”, y el resto ya lo conocen, más o menos, espero. Cuando un cómplice de
los facinerosos o matones está al mando de la policía que ha de frenarlos, o se
destituye a ese jefe o deben sonar todas las alarmas con fuerza. Y sin embargo,
cuánta flema, como si aquí nada hubiera pasado.
© El País Semanal
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