Por Carmen Posadas |
Sin
embargo, lo más paradójico de lo que estamos viviendo es que, con la sobredosis
de información que nos infesta, da igual qué de lo que se diga sea cierto o no.
Lo único que importa es que la ‘información’ arraigue, es decir, que la gente
se la crea, aunque sea una trola descomunal para cualquiera que tenga dos dedos
de frente.
Porque, como dijo no hace mucho el cínico exalcalde
de Nueva York y ahora abogado de Trump, la verdad ya no es la verdad, ahora la
veracidad de algo se mide por el número de likes que concita.
Es algo así como una reedición 2.0 de aquel gesto tan augusto como arbitrario
de los emperadores en el circo romano que, pulgares arriba o pulgares abajo,
decidían qué desdichado gladiador merecía vivir y cuál no. Solo que ahora el
esforzado gladiador es nada menos que la Verdad, ese concepto universal que
entre todos nos hemos dado y que ahora poco y nada tiene que ver con la
realidad.
Todo esto ya lo sabemos y ni siquiera es un
fenómeno nuevo. Siempre ha habido maestros del embuste, virtuosos de la
patraña, genios del cuento chino. También gente habilísima en hacer creer a los
demás verdades inexistentes, desde Stalin hasta Maduro, desde Hitler hasta al
gurú de cualquier oscura secta.
Lo que me parece novedoso de la situación es la
letal combinación de posverdad con sobredosis de información que nos abruma.
Vivimos en un mundo en el que la gente está más informada y a la vez menos
formada que antes. Cierto que en números absolutos más personas que nunca en la
historia tienen acceso a la educación, pero esta es más epidérmica, también más
específica o focalizada, de modo que el que sabe mucho de una cosa es un
perfecto ignorante en otros ámbitos. Todo está a un clic de distancia así que
para qué acordarse de cuándo tuvo lugar la Revolución francesa o cuánto es
siete por nueve.
Y es tan fácil acceder a cualquier tipo de
información que todo se devalúa o se banaliza. Como se banaliza también la
actualidad política y los mil sobresaltos que esta nos depara. Antes, cuando
los acontecimientos se sucedían a velocidad menos vertiginosa, a todos nos daba
tiempo a calibrarlos, a ponderarlos, a decidir qué tenía importancia y qué no.
En cambio, en estos tiempos acelerados en los que vivimos, la actualidad se ha
convertido en un monstruo insaciable al que hay que alimentar sin tregua, de
modo que las noticias se solapan, se atropellan unas a otras. También se
anulan, de ahí que la brutal escandalera de un par de meses atrás hoy apenas se
recuerda, y el cadáver político de entonces solo tiene que poner cara de
‘yonofui’ y aguantar un poco el tirón, porque el escándalo que viene a
continuación seguro que es más sonado para que se cumpla, inexorable, ese viejo
refrán de «otros vendrán que bueno me harán». Y eso estaría muy bien si el
político en cuestión fuese víctima de una injusticia o de una falsa acusación.
Pero la sobredosis informativa redime tanto a culpables como a inocentes.
Porque otro de los efectos de la vorágine es que,
como uno tiene una capacidad limitada de asimilar sucesos noticiosos, al final
todo se trivializa o se devalúa, ya nada importa ni tiene castigo
porque, igual que en el tango Cambalache: cualquiera es un señor,
cualquiera es un ladrón, mezclados con Stavisky van don Bosco y la Mignon,
don Chicho y Napoleón… Así como también adelantó el visionario Discépolo
incluso antes de que se produjera esta sobredosis de escándalo facilitada por
la hiperinformación que nos infesta: vivimos ‘revolcaos’ en tal merengue que
hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio o chorro,
generoso o estafador.
© XLSemanal
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