Por Javier Marías |
La policía no ha
encontrado al culpable ni ha hecho detención alguna, lo cual McDormand achaca a
desinterés y dejación de sus funciones. La mayoría de los policías, como casi
todos los de los pueblos en el cine estadounidense, son brutales y racistas. La
reacción de los vecinos contra McDormand por la colocación de los tres carteles
denunciatorios es propia de cafres y desmedida, con lo que el espectador toma
partido por la madre doblemente herida. Según avanza la historia, sin embargo,
es ella la que se comporta de manera cada vez más desproporcionada, y además se
intuye que quizá no hubo dejación por parte de la policía local, sino que
realmente no había pistas que condujeran a la detención de nadie. Hay casos
difíciles de resolver o que no se resuelven nunca. Y eso es lo que la madre no
parece entender ni acepta. Quiere detenciones, más o menos fundadas. (Sin ser
nada del otro mundo, Tres anuncios se
va viendo con agrado, pese a los palos en las ruedas de su protagonista.)
Si digo que la veo
como un reflejo de nuestra época es porque esa actitud exigente hasta lo
irracional se va extendiendo, desde hace lustros, a velocidad de vértigo.
Demasiada gente se empeña en que las cosas sean como ella quiere, aunque eso
resulte imposible. Demasiada cree tener derechos ilimitados, cuando sólo
tenemos unos cuantos. Hace ya años puse este ejemplo paradigmático de este
egoísmo enloquecido: la crónica televisiva desde Roma, cuando Juan Pablo II
estaba moribundo, mostró a una señora española que se quejaba airada
de que no se asomara el Papa. Alguien le explicaba que el hombre estaba en las
últimas, a lo que ella respondía cargándose de razón: “Ya, pero es que yo estoy
aquí estos días, y si no sale al balcón ya no podré verlo”. La obligación del
agonizante pontífice era arrastrarse hasta allí para darle gusto a la señora
cuando a ella le convenía. Lo mismo sucede con esos bañistas que, si ven
bandera roja en la playa, se indignan y se meten en el agua poniendo en riesgo
sus vidas y tal vez la de un socorrista que deba lanzarse a rescatarlos. “Ah”,
suelen argumentar, “es que para tres días de vacaciones que tengo, no me los
van a chafar los de la bandera roja”. Como si quienes la izan lo hicieran por
fastidiarlos arbitrariamente y no para protegerlos. Demasiada gente no admite
la existencia del azar, ni de los accidentes, ni de las contrariedades, ni de
los imponderables. Este verano se armó un motín porque no sé qué famoso disc-jockey se vio
varado en Rusia al suspenderse allí los vuelos por inclemencias
del tiempo, y no pudo desplazarse a Cantabria, donde tenía una actuación
programada. El público que lo aguardaba montó en cólera pese a que el dj se
disculpó, dio explicaciones y prometió cumplir más adelante con su compromiso,
y los organizadores ofrecieron devolver el dinero a quienes lo deseasen. Las
personas acostumbraban a entender lo que se llamaba “causas de fuerza mayor”.
Ahora no. Si el Papa debía reptar por el suelo gastando en ello su postrer aliento,
el dj tenía que haber previsto el mal tiempo y haber
emprendido viaje en tren desde Moscú, fechas antes, para complacer a sus
cántabros.
El nivel de
exigencia demente ha llegado al punto de que, antes de que nada ocurra, muchos
ya protestan furiosamente “por si acaso”. Cuando todavía se ignoraba si Arabia
Saudita cancelaría o no el encargo de unas corbetas a los astilleros gaditanos
(por lo de las bombas y eso), sus trabajadores ya estaban cortando carreteras e
incendiando neumáticos “por si acaso”. Ellos, y muchos otros, me recuerdan a
Don Quijote cuando decidió “hacer locuras” en unos riscos (cabriolas en paños
menores, creo) para que Sancho se las relatara a Dulcinea, que por fuerza no le
había sido infiel ni había hecho nada. Y Don Quijote le dice a su escudero, más
o menos (cito de memoria y que me perdone Francisco Rico; Cervantes ya sé que
sí): “Así entenderá que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?”. Es
decir, si me comporto de este modo sin causa ni motivo, cómo reaccionaría si me
los proporcionara. Hoy lo llamaríamos “acciones preventivas”, a las que el
mundo es cada vez más adicto. “Aún no ha pasado nada, aún no me han
perjudicado; pero protesto y destrozo de antemano para que no se les ocurra
perjudicarme”. En la película mencionada dudo que el espectador vea a McDormand
como un caso de intolerancia a la frustración (comprensible) y exigencia
chiflada. “Quiero
culpables”. “Ya, y nosotros también, pero es que no los encontramos.
¿Quiere usted que nos los inventemos?” La respuesta (deduzco yo al menos)
parece ser: “Sí. No me importa. Ustedes tienen la culpa de no encontrarlos”.
Así no podemos seguir ninguno, espero que estén de acuerdo.
© El País Semanal
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