Por Javier Marías |
Por supuesto los “infieles” y paganos,
por su falta de bautismo, tampoco podían acceder al paraíso. Así que ese
“pecado original” era grave, y se cargaba con él por el mero hecho de haber
nacido. Como ya casi nadie sabe nada, convendrá aclarar en qué consistía: era
el de nuestros primeros padres según la Biblia, Adán y Eva, que desobedecieron
(la serpiente, la manzana, el mordisco, confío en que eso aún se conozca
popularmente, aunque la ignorancia crece sin freno en nuestros tiempos). Me
parecía una locura digna de miserables decidir que una criatura apenas viva,
que no había podido hacer mal a nadie —ni siquiera de pensamiento—,
estuviera ya contaminada por pertenecer
a una especie cuyos antepasados más remotos habían “pecado” a los ojos de un
Dios severo.
Hoy la gente sigue
bautizando a sus vástagos, pero la mayoría no tiene ni idea de por qué lo hace
ni le da la menor importancia: en las crónicas sociales y en las televisiones
el bautismo es siempre llamado “bautizo”, es decir, la celebración ha
sustituido al sacramento, que de hecho está olvidado por absurdo y anacrónico.
Y sin embargo, paradójicamente, el mundo entero —más o menos laico o agnóstico—
ha abrazado ese dogma cristiano con un fervor incomprensible y funestos
resultados. Se buscan y señalan sin cesar culpables que no han hecho nada
personalmente, contraviniendo la creencia, más justa y más democrática, de que
uno sólo es responsable de sus propios actos. Ha habido bastantes años durante
los que a nadie se le ocurría acusar a Pradera o a Sánchez
Ferlosio, por poner ejemplos cercanos, de ser, respectivamente,
nieto de un notorio carlista e hijo de un falangista conspicuo. Estábamos todos
de acuerdo en que los crímenes o lacras de los bisabuelos no nos atañían ni
condenaban, y en que sólo respondíamos de nuestras trayectorias.
Escribí un artículo
parecido a este hace más de veinte años (“Vengan agravios”), y lo que rebatía entonces no ha hecho más
que incrementarse y magnificarse. No es ya que se exija continuamente que
naciones e instituciones “pidan perdón” por las atrocidades cometidas por
compatriotas de otros siglos o por antediluvianos miembros con los que nada
tienen que ver los actuales, sino que hemos entrado en una época en la que casi
todo el mundo es culpable por su raza, su sexo, su clase social, su
nacionalidad o su religión, es decir, justamente por los factores por los que
nadie debe ser discriminado, según las constituciones más progresistas. La
noción de “pecado original”, lejos de abandonarse, se ha enseñoreado de las
conciencias. Si usted es blanco, ya nace con un buen pecado; si además es
varón, lleva dos a la espalda; si europeo, y por tanto de un país que en algún
momento de su historia fue colonialista, apúntese tres; si nace en el seno de
una familia burguesa, será culpable de explotaciones pretéritas; si encima lo
inscriben en una religión monoteísta (todas violentas y opresoras), usted está
todavía en la cuna, acostumbrándose al planeta al que lo han arrojado, y la
culpa ya se le ha quintuplicado. Claro que, si es chino, cargará con las
matanzas de tibetanos hacia 1950, por no remontarse más lejos. Si japonés,
habrá de pedir perdón precisamente a los chinos, por las barbaridades de sus
soldados en la Segunda Guerra Mundial. Si su ascendencia es criolla, le aguarda
más arrepentimiento que a cualquier conquistador de América. Y si es musulmán,
no olvidemos que la yihad bélica se
inició en el siglo VII, con carnicerías y sojuzgamientos. No creo, en suma, que
nadie se libre de las tropelías de sus ancestros, sobre todo si las
responsabilidades se extienden hasta el comienzo de los tiempos. Pocos pueblos
no han invadido, asesinado, conquistado y esclavizado. (Por otra parte, pedir
perdón por lo que otros hicieron resulta tan
arrogante y pretencioso como atribuirse sus hazañas y méritos, cuando los
hubo.)
De manera que en el
soliviantado mundo actual la gente se pasa la vida acusando al individuo más
justo, apacible y benéfico de pertenecer a una raza, un sexo, un país, una
religión o una clase social determinados y con mala fama. El triunfo del
“pecado original” es tan mayúsculo, en contra de lo razonable, que hoy no es
raro oír o leer: “Ante tal o cual situación, se nos debería caer a todos la
cara de vergüenza”. Cada vez que me encuentro esta fórmula, me dan ganas de
espetarle al imbécil virtuoso que nos quiere incluir en su saco: “A mí déjeme
en paz y no me culpe de lo que no he hecho ni propiciado. Hable usted por sí
mismo, y haga el favor de no mezclarme en sus ridículas vergüenzas
hereditarias”.
© El País Semanal
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