Por Isabel Coixet |
Las víctimas que conozco, y conozco personalmente a
bastantes, nunca hacen gala de victimismo.
Bien al contrario, intentan en la
medida que pueden minimizar los horrores que han vivido y evitan cualquier
reacción que pueda hacer sentir mal al prójimo. No quieren tu compasión.
Quieren ser escuchadas y quieren demostrar que la condición de víctima no es lo
que las define. Como bien me decía un disidente kurdo que pasó diez años en una
cárcel turca sufriendo las peores torturas: «Soy algo más que ese despojo en que
quisieron convertirme. Sí, soy un ser humano al que han pegado y herido, pero
también soy alguien que aprecia la ópera, que ama los atardeceres y las
películas cómicas, alguien a quien no pudieron doblegar». Ser consciente de esa
humanidad que no se dejó arrebatar es lo que le hizo superar esos años de
horror. Cuando hablabas con él, nunca veías un átomo de autocompasión o ni
siquiera de queja. Hace años entrevisté a muchas personas que habían sufrido
torturas y me sorprendió que nunca mencionaran la palabra ‘víctima’. Una de las
consignas del centro de acogida para víctimas de tortura en el que trabajé era
llamar a sus acogidos ‘clientes’: esa palabra les devolvía el poder de decisión
que los horrores a los que habían sido sometidos les querían arrebatar.
Recientemente he conocido a alguien a quien he
admirado por sus libros y por su trayectoria: Ayaan Hirsi Ali, la activista
somalí de nacionalidad holandesa (nacionalizada ahora en Estados Unidos) que se
ha mostrado crítica con la ablación –a la que ella misma fue sometida cuando
tenía seis años por su abuela–, con el islam y con el trato que esta religión
da a la mujer. En 2004, colaboró con el cineasta Theo van Gogh en el
cortometraje Sumisión, que mostraba a mujeres cuyo cuerpo había
sido cubierto con frases del Corán y ambos recibieron amenazas de muerte. Ese
mismo año Theo van Gogh fue asesinado en plena calle por un holandés de
origen marroquí. En el pecho del cineasta, su asesino clavó una carta dirigida
a Ayaan Hirsi Ali en la que le decían que ella sería la próxima en
morir. Desde entonces, ha tenido que abandonar Holanda y vive con escolta
permanente. Hablar con ella es hablar con una mujer profundamente libre,
divertida, inteligente, abierta al mundo, paciente, que sabe escuchar y sabe
argumentar y que en ningún momento hace mención a esa amenaza de muerte que
puede cumplirse en cualquier momento.
Cuando mencioné mi encuentro con Ayaan Hirsi Ali a
una profesora de estudios de género de una prestigiosa universidad americana,
esta arrugó la nariz con gesto displicente y dijo de ella que «no era más que
una mujer que alimentaba el odio al islam y a la que le gustaba hacerse la
víctima». La actitud de esta profesora, con la que discutí acaloradamente, por
supuesto, me recordó algo que no conseguí situar hasta días después: es el
mismo argumento con el que ciertos catedráticos de universidades vascas
hablaban de otros catedráticos a los que había amenazado ETA: «Les gusta
hacerse la víctima». Hasta que una mañana, a esos a los que les gustaba
«hacerse la víctima» les volaban el coche o les disparaban un tiro por la
espalda.
© XLSemanal
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