Tal como en los individuos, también en las sociedades laten pulsiones
autodestructivas. Basta repasar nuestra historia reciente para advertir que la
Argentina cede con facilidad a la llamada del desastre. Por momentos, todo
parece indicar que aquí estamos de nuevo, dejándonos ir hacia una espiral
impredecible pero de final conocido que nos aterra y fascina por igual, a la
que desafiamos con la inconsciencia de un niño.
No hablo de aquellos que tienen el caos como único aliado, como último
recurso para salvar el pellejo. Esos buscan ese final de manera consciente.
Hablo de quienes por necedad o ligereza se van de boca sin medir sus palabras,
como si se tratara de un juego, de un reality en el que hay que parecer
el más listo, o en el que es preciso actuar nomás para que el show no se
detenga y para seguir siendo protagonistas de la función. Todavía no se ha
medido el daño que la hipercomunicación, la multiplicación geométrica de la
palabra, el horror al silencio, le han hecho al cuerpo social. En la sociedad de
la opinión permanente se escuchan cosas que producen escozor. En los programas
de radio y TV, en las redes, en los medios en general. Todo eso se convierte en
el aire que respiramos. Parecería que son muchos los que, a la vera del volcán,
esperan con expectativa el momento de la erupción. Quieren recrearse con los
fuegos de artificio, pero olvidan que si eso ocurre la lava los tapará a ellos
también.
Es probable que la realidad objetiva sea menos peligrosa que los
argentinos. En otras manos, en otras sociedades, una crisis como la que nos
aqueja sería abordada seguramente con mayor seriedad y menos tremendismo, y las
posibilidades de superarla y de controlar sus daños serían mayores. Pero aquí
estamos, en medio de esta crisis tan argentina, mareados por el "efecto déjà
vu", aun cuando muchos expertos han señalado las diferencias
económicas y políticas de este momento histórico respecto de otras crisis que
han terminado muy mal.
Para que la lava esta vez no nos tape, habría que deponer o atenuar dos
atributos nacionales que siempre han jugado a favor del desastre: la
irresponsabilidad y la vocación confrontativa. Y los primeros en hacerlo
deberían ser los dirigentes políticos. Dicen que esto nos pasa por vivir por
encima de nuestras posibilidades. Pues bien, de ellos han sido los excesos más
graves, desde la costosa avivada de nombrar legiones de asesores y empleados en
virtud de un clientelismo atávico hasta el delito aberrante del saqueo
sistemático perpetrado durante el último gobierno peronista. Lo mínimo que se
les puede exigir en este trance es desprendimiento y responsabilidad.
En el discurso de sus dirigentes, el peronismo simula que no tiene nada
que ver con la crisis. Pero su última encarnación, además de vaciar las arcas
públicas a conciencia y con obsesiva eficacia, dejó la economía al borde del
colapso y al Estado con un déficit y una sobrepoblación de empleados
insostenibles. La ráfaga que llegó del norte fue un soplo de verdad: ya no
podemos engañarnos. Así estamos. Así nos dejó la década ganada. Solo serán
parte de la solución aquellos peronistas que, sobre la base de una mínima
autocrítica, adviertan que para luchar por el poder primero hay que tener un
país que todavía se mantenga en pie. Los que solo vean en estos meses de
zozobra la oportunidad de lavar sus pecados y dañar al Gobierno para regresar
en 2019 nos devolverán a la senda de un populismo terminal.
La crisis que vino del norte también le mostró al Gobierno cómo estamos.
Está muy bien ser optimistas, pero a quienes tienen las riendas del Estado
también se les debe exigir máxima responsabilidad en estos días. Estamos ante
un ajuste severo que no han podido hacer hasta ahora. La crisis económica es un
acicate para actuar, pero al mismo tiempo es un apremio que complica el
escenario. Para tener éxito, el Gobierno necesita recuperar el poder político
que gastó en tres años de gestión, y el sainete del recambio ministerial que
macristas y radicales protagonizaron el fin de semana en Olivos no permitió
vislumbrar una coalición a la altura de las circunstancias.
Por fuera juegan los que no apuestan a la recuperación del país, sino
todo lo contrario. Aunque la causa de los cuadernos haya perdido centralidad,
en Comodoro Py siguen trabajando. "Ni en tiempos de la Inquisición se
atrevieron a tanto", ha dicho para la tribuna la dueña de los domicilios a
los que, según exfuncionarios, iban a parar los bolsos. Otro ejemplo de que en
la era de la opinión la crisis se dirime en el campo de la batalla cultural,
esa que el Gobierno anunció sin atreverse a dar del todo. Aun está a tiempo.
© La Nación
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