Por Cristian Vázquez
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Entre septiembre de 2016 y diciembre de 2017, el periodista Emiliano
Albertini realizó un programa de radio llamado Una mezcla milagrosa.
El nombre surge de la letra del tango “Cafetín de Buenos Aires”; el programa se
emitió por una radio de la ciudad de La Plata, en Argentina, y todo su archivo
se puede escuchar por internet.
Se trataba de
entrevistas: cada semana, Albertini se sentaba con una persona relacionada con
la cultura platense y, durante una hora, ejercía el arte de la buena
conversación. Terminado el ciclo, transcribió las entrevistas (38 en total),
las editó y las publicó en forma de libro. Lo presentó hace unos días.
Cada entrevista se cerraba con el “Decálogo milagroso”, un cuestionario
que, a la manera del de Proust, se repetía con todos los invitados. No lo abría
una pregunta sino un pedido: “Contame un recuerdo feliz de tu infancia”. No el
recuerdo más feliz, sino un recuerdo feliz cualquiera; pero lo
requería de repente, de sopetón, lo cual obligaba al interlocutor a meter el
brazo en la bolsa de la memoria y sacar más o menos lo primero que encontraba.
Leer ahora en el libro los 38 recuerdos de la infancia de un tirón constituye
un experimento muy interesante.
Varios recordaron sus primeras bicicletas, el momento en que aprendieron
a andar sin ayuda de rueditas extra o de alguien que los sostuviera. Otros, los
partidos de fútbol u otros juegos en el campito del barrio o en los recreos de
la escuela. Algunos recuerdos se vinculan con negocios familiares: alguien
hacía de cajero en la heladería de sus padres, otro jugaba con una prensa en la
fábrica de mosaicos de su abuelo, alguien más armaba casitas con las viejas
cajas de hierro que servían para guardar botellas.
Una evocación: “Mi padre me tiene de la mano y me lleva a caminar”.
Otra: “Escuchando Radio Provincia en el Dodge de mi viejo, con él, comiendo
maní con cáscara en bolsitas calientes de papel madera, que no sé por qué ya no
vienen más”. Otra: “La abuela sacaba el termo con el té, el abuelo las galletitas Ocasión y
con la radio a transistores escuchaba los partidos”. Otra: “Jugar en la lluvia.
Lluvias torrenciales y con mucho calor, corriendo descalza por la tierra”.
Otra: “El verano en el barrio Jardín. El calor y las luminarias de la calle, y
los cascarudos y los insectos que a los chicos nos gustan tanto. Las noches de
verano eran muy lindas, y a lo lejos se escuchaba la comparsa que estaba
ensayando”. Otra: “Mi abuelo me acompañaba a la escuela, porque mi mamá ya se
había ido a trabajar y yo me quedaba con él. Y me preparaba un té con limón. Él
está en ese olor a limón”.
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El primer entrevistado del programa fui yo. “La verdad es que tuve una
infancia muy feliz –dije ante el primer pedido del decálogo. Un recuerdo que se
me ocurre es de una tarde, mi papá estaba pintando una puerta en el patio de la
que entonces era nuestra casa, un día nublado. Por algún motivo me acuerdo de
eso. Habrá sido una tarde feliz”.
Los casi dos años que pasaron entre la entrevista y el momento en que me
reencontré con mis respuestas, cuando vi las pruebas de galera del libro,
bastaron para que me olvidara de casi todo lo que había dicho frente al
micrófono aquella noche. De lo que nunca me olvidé fue de esa respuesta. Porque
encerraba, para mí, un interrogante. ¿Por qué me había acordado de aquella
tarde nublada en la que no había ocurrido nada extraordinario? Que mi padre
pintara una puerta en el patio no era nada del otro mundo; de hecho, cuando no
estaba en su trabajo (remunerado), mi papá siempre estaba haciendo trabajos en
casa, y así sigue siendo en la actualidad. En mi recuerdo, en el patio, además
de él y yo, también están mi mamá y mi hermano. Debía ser 1988, yo tenía diez
años, mi hermano seis. La puerta está tumbada, en posición horizontal, sobre
dos caballetes. Esa puerta sigue siendo, al día de hoy, la que hay que abrir
para entrar a la casa de mis padres.
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“A mí me interesa estudiar la memoria porque es misteriosa; si fuera
perfectamente visible y pudiésemos prever sus consecuencias todas las veces, no
me interesaría, ni a mí ni a nadie”, asegura Iván Izquierdo, científico
argentino afincado desde hace décadas en Brasil, pionero en el estudio de la
neurobiología de la memoria. La frase está tomada de uno de sus libros de
ensayos, publicado en 2011 y titulado, precisamente, Somos nuestra
memoria.
En sus textos, Izquierdo vuelve una y otra vez sobre una afirmación del
filósofo italiano Norberto Bobbio: “Somos lo que recordamos”. Explica que,
según investigaciones recientes, “la persistencia de las memorias que
adquirimos incidentalmente, que constituyen la inmensa mayoría de ellas,
disminuye con la edad, a partir de los cuarenta años”. Los que quedan fijos,
sin embargo, son los recuerdos de la infancia, que “hacen que una persona sea
quien es”.
“Saber significa recordar —insiste
Izquierdo—; lo que no recordamos no lo sabemos; las memorias que perdimos es
como si no las hubiésemos tenido nunca, salvo en la influencia que puedan haber
tenido en su momento sobre otras memorias que sí recordamos. Perdemos, por cierto,
la inmensa mayoría de las memorias”.
Y llega después a una cuestión trascendental:
“Claro que hay
muchísimas memorias que creemos no recordar y sin embargo están presentes, allá
en el fondo. Un ejemplo es la del olor del seno materno, que ha sido profundamente
estudiado por psicólogos, neurólogos y neurocientíficos […] A ese olor lo
aprendimos cuando teníamos horas de vida y nos enseñó para siempre qué y quién
es la madre, qué es saciar el hambre, qué es sentir el agrado del calorcito de
mamá. Tal vez qué es el amor, al cual ninguna otra experiencia nos lo definirá
mejor o de manera más dulce. Creemos, por supuesto, no recordarlo, pero allá en
el fondo esa memoria está y nos rige. ¿Cuántas memorias ocultas habrá, perdidas
en el interior de alguna circunvolución cerebral, que secretamente nos
gobiernan…?”
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Izquierdo añade que, “para ejercitar la memoria, la mejor recomendación
es leer, leer y leer”, ya que “ninguna actividad humana moviliza y ejercita
tantas variedades de memoria, y tan intensamente, como la lectura”. La lectura
“involucra el uso y por consiguiente el ejercicio de millones de sinapsis
(conexiones neuronales) en muchas áreas cerebrales, las estimula y por lo tanto
las mantiene vivas y ‘lubricadas’. El resultado de ello es que las personas que
leen conservan sus memorias mejor y durante más tiempo”.
Un tipo que leyó mucho, Ricardo Piglia, se refirió en las primeras
páginas de Los diarios de Emilio Renzi a su relación con los
libros. Anotó que los libros de su vida no fueron los clásicos, los libros
“importantes”, sino aquellos cuya “impresión vívida está ahí, ahora, descolgada
sin remitente, sin fecha, en la memoria”. Se explayó:
“El valor de la
lectura no depende del libro en sí mismo, sino de las emociones asociadas al
acto de leer. Y muchas veces atribuyo a esos libros lo que corresponde a la
pasión de entonces (que ya he olvidado). Lo que se fija en la memoria no es el
contenido del recuerdo, sino su forma. No me interesa lo que puede esconder la
imagen, me interesa solo la intensidad visual que persiste en el tiempo, como
una cicatriz”.
El valor de los hechos en la vida —podemos parafrasear— no depende de
los hechos en sí mismos, sino de las emociones que llevan aparejados. Es eso lo
que queda en los recuerdos de la infancia: la intensidad de las imágenes, como
cicatrices, asociadas a las sensaciones y los sentimientos. Tardes
interminables de juegos en un campito, una radio que transmite partidos, la tierra
mojada y blanda bajo los pies descalzos, el calor de una bolsita de papel
madera, la música de una comparsa que ensaya a lo lejos, el olor a té con
limón, la pintura sobre una puerta durante un día nublado. Ninguna de esas
imágenes dice nada en sí misma; ninguna de ellas funciona, de manera aislada,
como una metáfora de la felicidad. Son la forma del recuerdo: la memoria es la
que la llena de contenido, la que los amalgama para siempre, la que logra que
esos recuerdos sean la felicidad, la alquimista responsable de
—quizás— la más milagrosa de las mezclas.
© Literatura Libre
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