domingo, 30 de septiembre de 2018

Treinta y seis balazos

Por Arturo Pérez-Reverte
Me gusta mucho el cine, casi tanto como la lectura. Hace treinta años que veo una película cada noche después de cenar. No puedo aplicarme la palabra cinéfilo, pues ésta encierra un sentido formal, erudito, que escapa a mis facultades; pero es verdad que he visto mucho cine, sobre todo si tenemos en cuenta que no conocí la tele hasta los doce años y pertenezco a una generación de estrenos y programa doble que vio en la gran pantalla películas como Ben-Hur, Doce del patíbulo, El día más largo o Tres de la Cruz Roja. 

El caso es que lectores y amigos, que saben de mi afición, me piden de vez en cuando sugerencias. Mis pelis favoritas. Varias veces prometí hacerlo, y hoy voy a cumplir mi palabra. Al menos, en parte. Películas del Oeste, por ejemplo. Recordando, a modo de epígrafe, lo que una vez me dijo un amigo ya fallecido, Pedro Armendáriz, hijo del legendario actor mexicano del mismo nombre: «El cine sólo era de verdad cuando era mentira».

Esta mañana durante el desayuno, mientras hacía la lista de mis westerns preferidos, anoté 36. Hay más, pero éstos pueden valer. No todos son obras maestras: sólo dos terceras partes, o tal vez menos. El resto son películas que por diversas razones quedaron ancladas en mi gusto y mi memoria. Hay una, por ejemplo, Del infierno a Texas, que en mi infancia me pareció extraordinaria y que volví a ver hace poco con mucho deleite, pero que nunca es mencionada por mis amigos cinéfilos de verdad, aunque a Javier Marías sí le gusta mucho. Con quien más hablo de cine es con Javier, en nuestras cenas de Lucio; y por encima de gustos y discrepancias, coincidimos en lo básico. En películas del Oeste, John Ford es Dios, y John Wayne su encarnación en la tierra, o en la pantalla. Y Howard Hawks y Anthony Mann son el Espíritu Santo.

Así que, ya que me han dado ustedes confianza para montarles una filmoteca del Oeste, y con la prevención de que son mis gustos personales, háganme el favor de tomar nota. John Ford ante todo, como digo: su trilogía de la caballería (La legión invencible, Fort Apache, Río Grande) completada por Misión de audaces –películas de amigotes, dice mi hija– es en mi opinión lo más brillante que se ha hecho como relato épico del Oeste, seguido muy de cerca por las cuatro películas (Winchester 73, Horizontes Lejanos, El hombre de Laramie, Colorado Jim) que Anthony Mann rodó con James Stewart como protagonista. Pero con el gran padre Ford no se acaba así como así, pues además de las de la caballería hay que ver La diligencia, Centauros del desierto, Pasión de los fuertes, El hombre que mató a Liberty Valance («Ése era mi filete»), El sargento negro, Corazones indomables Dos cabalgan juntos.

En cuanto a Howard Hawks, a él debo mi más amada película de cuantas sobre el Oeste se han filmado jamás –mi segunda favorita es posiblemente La venganza de Ulzana, de Robert Aldrich–. Con Hawks me refiero, naturalmente, a Río Bravo (la escena de Martin, Brenan y Nelson cantando My Rifle, My Pony and Me sigue emocionándome casi hasta las lágrimas), a la que es inevitable añadir El Dorado («Sólo conozco a tres hombres que disparen así; uno está muerto, otro soy yo…») y Río Rojo. Y ya que he hablado de canciones, otra que me eriza la piel y me causa absoluta felicidad como espectador es Do not forsake oh my Darling como fondo de la soberbia secuencia inicial de Solo ante el peligro, de Fred Zinnemann. O el tema musical de El árbol del ahorcado, película con la que Delmer Daves me convirtió en adicto a las suyas, confirmado en Flecha Rota y El tren de las 3,10. Y por seguir con canciones, es imposible soslayar Johnny Guitar, de Nicholas Ray. Lo que me lleva a decirles que, si fuera mujer u homosexual, el amor de mi vida sería Sterling Hayden.

No queda espacio en esta página para el resto de las 36 (Grupo salvaje, Duelo de titanes, Más allá del Missouri, Raíces Profundas, Los siete magníficos, Valor de ley, Murieron con las botas puestas, Tambores lejanos, Sin perdón); pero hay dos películas que necesito mencionar antes de irme. Las dos las conocí tarde, no hace más de diez años, y me pregunto cómo vi cine hasta ese momento sin conocerlas. A mi juicio, son obras maestras. Una es Hondo, de John Farrow, donde John Wayne encarna a uno de los mejores personajes de su carrera: ese pistolero que llega al rancho de la mujer y el hijo con la silla de montar a cuestas y con su perro. La otra, oscura y trágica, a medio camino del cine negro y abriendo una nueva forma de tratar los relatos del Oeste, es Incidente en Ox-Bow, de William Wellman. Si pueden, apresúrense a verla. Sólo por eso ya habrá valido la pena leer esta página.

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