Por James Neilson |
Con todo, mientras que a veces
las lluvias sí llegan, la experiencia debería haberles enseñado a los que se
pliegan a los paros que siempre empeoran la situación del país y por lo tanto
la de sus habitantes más vulnerables; si funcionaran como quisieran hacer
pensar quienes los organizan, el nivel de vida de los obreros argentinos sería
el más alto del planeta, pero gracias en buena medida al sindicalismo peronista
e izquierdista, está entre los más bajos. El paro general del martes pasado que
marcó el comienzo de una primavera que a buen seguro será caliente fue un buen
ejemplo de un género que es entrañablemente nacional. En ningún otro país son
tan frecuentes las protestas callejeras rituales.
Será porque a ninguno le ha tocado un destino tan frustrante
como el de la Argentina en que, luego de disfrutar de algunas décadas de
prosperidad, el grueso de la población se las arregló para convencerse de que
había llegado la hora de vivir de lo ya acumulado, repartiéndolo con
generosidad en nombre de la justicia social sin preocuparse en absoluto por el futuro.
Así le fue.
A lo sumo, el paro de la CGT de Hugo Moyano y la CTA de los
estatales brindó a muchas personas que tienen buenos motivos para quejarse una
oportunidad para desahogarse expresando la rabia que sienten en lugares que a
través de los años han adquirido cierto valor simbólico. Como en tantas otras
ocasiones, lo hicieron coreando insultos contra quienes están en el poder y
manifestando su repudio al mundo representado por el Fondo Monetario
Internacional. Sabían que muy poco cambiaría a causa de un paro cuyo éxito a
ojos de los protagonistas dependería por completo de las dimensiones que
alcanzara, no de los eventuales resultados concretos, si los hubiera.
Pase lo que pasare, para muchos los meses próximos serán
duros, aunque no tan duros como sería el caso si “cayera el modelo” y, con él,
el gobierno constitucional, como pide el tribuno de los estatales, Pablo
Micheli, puesto que lo que lo reemplazaría no sería un país mejor sino el caos.
Los sindicalistas dicen que seguirán luchando hasta que el gobierno saque un
“plan B”, uno que, es de suponer, necesitaría una reedición del milagro de los
panes y los peces, ya que el gran problema es que no hay plata para los gastos
que casi todos quisieran ver aumentar. A Moyano y compañía les es fácil
paralizar al país, pero no tienen la más mínima idea de cómo movilizarlo en pos
de algo constructivo.
En tiempos que ya son lejanos, los líderes sindicales y sus
aliados populistas o izquierdistas sí confiaban en que los paros generales que
esporádicamente organizaban no sólo les traerían beneficios personales al
obligar al gobierno a negociar con ellos, sino que también mejorarían la vida
de los trabajadores. Creían contar con propuestas concretas que, bien
aplicadas, brindarían resultados muy superiores a los producidos por el
“modelo” contra el cual protestaban.
Aquellos días se han ido. Ni siquiera el camionero Moyano
puede imaginar que si el gobierno de Mauricio Macri dejara de “ajustar”, la
inflación bajaría, la economía reanudaría el crecimiento, los salarios
aumentarían, los empleos bien remunerados aptos para quienes carecen de
calificaciones o experiencia se multiplicarían y todos comeríamos perdices.
Hace medio siglo, antes del naufragio del comunismo y, lo que tendría
consecuencias aún más graves para los pueblos de países de cultura occidental,
del desprestigio del socialismo democrático, a muchos tales fantasías les
parecían realistas, pero en la actualidad sólo un delirante las tomaría en
serio.
Por cierto, nadie supone que el gobierno macrista,
debidamente avergonzado o intimidado por el espectáculo que acaban de montar
los combativos de siempre, optará por aumentar el gasto público, inventar más
subsidios, crear más puestos de trabajo estatales y reducir drásticamente el
costo de vida. Le encantaría hacer todo eso, pero lo sabe imposible. El
problema que enfrentan los muchos que sienten bronca no se debe al ajuste
tardío y, dadas las circunstancias, relativamente suave que se ha puesto en
marcha. Tampoco es “el modelo” híbrido, que sigue siendo más peronista que
“neoliberal”, que el gobierno, con el respaldo del FMI, está tratando de
mantener a flote. Es que la Argentina es un país pobre y, con la excepción del
agro, nada competitivo, cuyos habitantes, encabezados por los políticos,
sindicalistas y otros, creen merecer un nivel de vida que sería propio de uno
mucho más rico, o sea, más productivo, que puede permitirse ciertos lujos.
Si hay alternativas auténticas a la política económica de
Macri, sería cuestión de variantes, que sus enemigos rechazarían con desprecio,
del esquema que, terminada la etapa gradualista, está procurando aplicar. Soñar
con un “giro de 180 grados” o algo igualmente tremendo es absurdo en un mundo
en que el único sistema que rivaliza con el capitalismo democrático tal y como
lo practican en Europa, América del Norte, Australia, el Japón y, de un modo u
otro, América latina, es el chino, o sea, el neoliberalismo con bayonetas.
No sólo aquí sino también en el resto del planeta, gobiernos
de distinto origen están intentando, con éxito limitado, reconciliar las
expectativas a primera vista razonables de la gente con lo que parecen querer
los mercados que, mal que nos pese, suelen tener la última palabra. Si por
motivos políticos un gobierno -democrático o dictatorial, da lo mismo- se
concentra en mantener contenta a la ciudadanía local, corre peligro de provocar
una crisis financiera; si exagera los esfuerzos por apaciguar a los mercados, puede
perder el apoyo del electorado. Los populismos que están brotando por doquier
no traen soluciones para el dilema así supuesto; a lo mejor, hacen más
tolerable por un rato lo que está ocurriendo al encuadrarlo en un drama
fácilmente comprensible. Las protestas, que continuarán proliferando en los
meses próximos al intentar los kirchneristas, sindicalistas como Moyano y
militantes de las diversas sectas izquierdistas aprovechar una realidad que, en
teoría por lo menos, debería serles propicia, podrían demorar la recuperación
económica, pero no necesariamente perjudicarán al gobierno de Cambiemos.
Felizmente para Macri y sus colaboradores, son cada vez más los que se han dado
cuenta de que los contrarios al “rumbo” son incapaces de ofrecer otro que sea
menos arduo.
Puede que a los oficialistas por falta de opciones
claramente mejores no les guste para nada el estado en que se encuentra el país
y que tengan dudas en cuanto al profesionalismo de Macri y de quienes integran
su equipo, pero entienden muy bien que sería peor que inútil entregarse a una
nueva ilusión que, después de algunos días de euforia, condenaría a una mayoría
creciente a años más de miseria. La bancarrota intelectual de la oposición
frontal al oficialismo, la imagen nada atractiva de Moyano y otros
sindicalistas, más la conciencia de que los kirchneristas están más interesados
en robar que en hacer, ha modificado la balanza de poder.
Por lo demás, nadie ignora que para quienes están flirteando
con el golpismo hay en juego mucho más que el destino del “modelo” económico
vigente, un tema que, en verdad, les importa poco ya que sus prioridades son
otras. Al cobrar fuerza la ofensiva contra la corrupción, los más conspicuos
corren el riesgo de terminar entre rejas. No lo habrá propuesto Macri, pero al
dejar actuar a jueces y fiscales que se afirman resueltos a aplicar la ley sin
tomar en cuenta la identidad ideológica o social de los acusados de cometer
delitos, puso en marcha una revolución que, de concretarse, incidirá
profundamente en las estructuras de un país de cultura corporativista en que
casi todos los grupos de poder se han habituado a lucrar a costa de la gente
común.
La inequidad, porque es de esa que se trata, no es la
consecuencia inevitable de un sistema económico que, con algunas diferencias
locales, es casi universal sino de la voluntad de los más poderosos de hacer
valer los privilegios corporativistas que han sabido conquistar. Políticos,
miembros de la familia judicial, sindicalistas, individuos vinculados con los
servicios de inteligencia, empresarios eminentes y, durante mucho tiempo,
militares, han disfrutado de fueros, algunos explícitos, como en el caso de
Cristina, y otros implícitos, ya que no se ven legitimados por ninguna ley
escrita, pero todos muy valiosos para quienes los han aprovechado. Para
justificar las ventajas que han conseguido, políticos, sindicalistas y otros
beneficiados por el orden así supuesto suelen presentarse como amigos del
pueblo trabajador que, claro está, ha sido la víctima principal de un sistema arcaico
y perverso que, hasta hace poco, la mayoría suponía era perfectamente normal.
© Revista Noticias
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