Por Francisco Olivera
El empresario hace un gesto socarrón. "Que venga ahora
el gordo a pedirme guita para la campaña", dice, delante de La Nación. Está pensando en las
múltiples ramificaciones que puede tener la causa de los cuadernos de Oscar
Centeno y, en particular, en un experimentado recaudador de la política
bonaerense.
Esa parece hasta ahora la única certeza que deja el escándalo que
investiga Claudio Bonadio: los comicios del año próximo serán los más austeros
de la historia argentina, no tanto por la recesión sino por los reparos que
tendrán los hombres de negocios al momento de meter la mano en el bolsillo.
Está pasando ya en Brasil. Según reveló días atrás un
trabajo de los periodistas Gustavo Uribe y Marina Dias para Folha de Sao Paulo, los ocho principales
partidos que competirán en las elecciones del 7 de octubre gastarán, todos
juntos, apenas el 45% de los fondos que el PT utilizó para una sola candidata,
Dilma Rousseff, en la contienda de 2014. El Lava Jato fue un antes y un
después. Un cambio de reglas que, si se revisa la página del Partido de los
Trabajadores (www.pt.org.br), depara además
detalles conmovedores. Abajo, a la izquierda, el interesado brasileño se
encontrará con el apartado "Haga su donación", que lo conducirá a las
opciones para aportar mensualmente o por única vez a la campaña. En el PT la
siguen llamando "Vigilia Lula libre", aunque cambiaron el orden de
los nombres: Fernando Haddad, único autorizado por la Justicia para competir,
encabeza en los afiches la fórmula a la que se le agrega simbólicamente al
líder preso, Luiz Inacio Lula da Silva. La cantidad de donaciones, que se
pueden hacer en dólares o en reales y avanzaban ayer muy displicentemente en el
transcurso de la tarde, llegaba al cierre de esta edición a 10.217.
Estos nuevos hábitos merecen en realidad una justa
aclaración. Además de un pasaporte a la cárcel o a la quiebra, el Lava Jato representó
para muchos empresarios brasileños la excusa perfecta: no siempre, o casi nunca
aportan para las campañas por gusto, sino como resguardo. Es una lógica común a
América Latina. Corporaciones como el frigorífico JBS en Brasil o la Sociedad
Química y Minera en Chile, dos de los casos regionales que terminaron en la
Justicia, financiaban siempre a más de una fuerza: no hay en el mundo de la
política y los negocios peor funcionario que un excandidato despechado. El
patrocinio o la coima no son más que un costo.
Bonadio está a punto de procesar a varios empresarios
argentinos. La última pesadilla de todos ellos fue la declaración de Ernesto
Clarens, principal asesor financiero de Néstor Kirchner, que aportó una lista
de nombres. Si es que se trató de una asociación ilícita, rumbo al que parece
destinada la investigación, no habrá prácticamente ningún inocente, razona el
establishment. A estas penurias judiciales habría que agregarles una económica:
el compendio de condenas, reticencia de bancos a financiar proyectos y
funcionarios a firmarlos y multas millonarias que seguramente vendrán por
defraudaciones al Estado pondrán a muchos al borde del cierre. "El sector
está en su peor momento: lo soplás y se cae", dijeron ayer en una
contratista.
Clarens habló de 450 emprendimientos y 160 empresas, la
mayoría de las cuales es de porte mediano o pequeño. La magnitud del poder del
ejecutivo es hasta ahora la diferencia más visible entre las detenciones de
Bonadio y las de su par brasileño, Sergio Moro. El Lava Jato empezó a cobrar
cabal dimensión y velocidad a mediados de 2015, cuando Moro envió a Marcelo
Odebrecht, el contratista más grande de la región, a una cárcel común. Pocos
anhelos vuelven más locuaz a un empresario que el de recuperar la libertad.
El otro contraste con Brasil es estructural. Cuando vino a
la Argentina, Moro explicó que nada de su trabajo habría sido posible sin el
respaldo de todo el Ministerio Público Fiscal brasileño, una institución
prestigiosa y desprovista de sospechas. Ambas investigaciones, la de Moro y la
de Bonadio, coinciden de todos modos en el rol que las respectivas sociedades
les han asignado: el de refundar un sistema enquistado desde hace décadas y
cuyos actores no cuestionaban ni aun estando en desacuerdo. Es inevitable que
semejante cambio de paradigma se dé de modo traumático, y que sus primeras
víctimas sientan incluso que son tratadas de manera injusta y desproporcionada.
Un dirigente del fútbol recordaba ayer la irrupción de Javier Castrilli en el
arbitraje, con partidos que terminaban con varios expulsados y penales que
hasta ese momento no se habían cobrado jamás. "Nadie avisó", recordó
sonriente. "Es muy difícil aplicar la ley en un ámbito en el que todos
transgreden", explicaba entonces Castrilli, a quien el fútbol terminó
devorándose: aquella escuela arbitral no prosperó.
El desafío argentino vuelve a ser que el sistema no le gane
a la implosión. La causa es un arma de doble filo para el gobierno de Macri,
que se atribuye haber logrado la mejora institucional para que explote, pero
que tampoco está exento de sus alcances. La ocasión llama a la prudencia a
oficialistas y opositores: casi todas las empresas, por lo pronto, trabajaron
con municipios y provincias que seguramente tendrán algo que decir ante el
juez. Un empresario de la obra pública se refería ayer con ironía a lo que
interpretaba como celebraciones apresuradas del Gobierno: "Estos chicos no
se dan cuenta de que un arrepentido puede perfectamente decir que le pagaba a
Cambiemos".
La actual ley de financiamiento de campañas está lejos de
aportar soluciones. Solo les permite a las empresas contribuir con fondos a los
partidos durante períodos no electorales, y es improbable que el proyecto
confeccionado por Cambiemos, que prevé modificar ese punto, tenga suficientes
adhesiones para prosperar antes de octubre del año próximo. Si no se mejoran
los controles para distinguir qué es exactamente publicidad de actos de
gobierno y qué simple propaganda proselitista, los grandes beneficiados de la
repentina cautela contributiva empresarial volverán a ser quienes tengan el
Estado -municipal, provincial, nacional- detrás. Los oficialismos.
La Argentina llega además a la encrucijada en medio de un
ajuste que, dadas las últimas negociaciones entre el Gobierno y la oposición,
volverá a caer sobre los de siempre: asalariados y empresas que trabajan en
blanco. Una campaña 2019 austera será entonces la tímida revancha de un sector
privado que se siente observado y que, por una vez, podrá cobrarles la cuenta a
los que en general sacan más de lo que aportan.
© La Nación
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