Por Tomás Abraham (*) |
¿Pero todos los que ponen el grito en el cielo qué
proponen? ¿Cómo pretenden financiar el crecimiento de la economía con un Estado
deficitario, una balanza comercial en cero o negativa, fuga de divisas al
exterior o a cajas de seguridad, un ahorro interno inexistente y una puja
distributiva con resultado nulo y brecha social profunda?
Imposible. Los profetas del pasado dicen
que se debió hacer el ajuste apenas asumido el gobierno de Cambiemos. Saben
que no era posible, salvo que se lo hiciera con un helicóptero en
marcha en los techos de la Rosada.
Macri ganó las elecciones por un poco más de un
punto gracias a la estrategia de Cristina Fernández que, como es
tradición peronista, quería la eternidad no solo a costa del país sino de sus
propios compañeros. Perón lo hizo a través de María Estela, Menem lo hizo,
Néstor también, ¿por qué no ella?
Fue por la derrota de Aníbal Fernández y la
irrupción de María Eugenia Vidal en el panorama político nacional que asume un
grupo porteño en franca minoría en el Congreso con un mensaje de fundar un
nuevo país y presentar una nueva dirigencia.
¿Qué había dejado el kirchnerismo? Un país
cerrado sobre sí mismo salvo las buenas relaciones con Venezuela, Irán y
convenios de infraestructura con China. Un Banco Central sin reservas después
de una fuga galopante de divisas, una inflación y una pobreza
distorsionados por la intervención del Indec, un mercado del
dólar paralelo en blue y en negro que aceleraba la desfinanciación de
la producción, el cierre de las importaciones que impedía todo proyecto de
inversiones, un estímulo a la demanda que ya estaba agotado a pesar de los
planes de crédito con intereses disfrazados en los precios; en suma una
economía del engaño, sino del fraude. ¿Cómo podía Macri iniciar una
reconversión de la economía sin fortalecerse en lo político y llegar a
las elecciones intermedias con chances de equilibrar un Congreso
mayoritariamente opositor?
Shock. Se sabía, y muchos profetas del
pasado lo confirmaban, que una política de shock inmediata no era políticamente
posible, más aún porque el grueso de la ciudadanía había tenido a su
disposición una canasta de bienes subsidiados a los que no quería renunciar a
pesar de no poder solventarlo con lo que ya no se tenía, es decir, con
dinero. Se inventaba lo que se podía para aguantar y dejarle a Scioli
un mamarracho a la espera de un paso de mando.
Ese mamarracho lo ligó Macri. Ahora bien, formar un
gabinete sobre la base de un llamado “equipo”, con una consigna de entregarse
al grupo y dejar de lado ínfulas narcisistas, y florecer todos juntos con un
Himno al entusiasmo, no daba ni para media Marsellesa.
Querer cambiar la Argentina atravesando el desierto
de la mano de Mauricio para llegar al paraíso de la pobreza cero era un mensaje
algo hiperbólico. Pero perdonable, si es que se viene de promesas como el salariazo,
la revolución productiva, con frases memorables como “con la democracia se
come” y el halago de la juventud maravillosa.
El problema no era el mensaje presidencial ni
siquiera la torpeza comunicacional de un mandatario que confunde al pueblo
argentino con un grupo terapéutico de Esalen, California, sino la
confusión de metas que son propias de un oxímoron semántico y económico.
Soñar con un Banco Central a la alemana presidido
por un funcionario que tenía por meta fundamental bajar la inflación, un
responsable de Hacienda que no reduce sino que aumenta el déficit fiscal, la
liberación del mercado cambiario con la consiguiente devaluación del peso, un
dólar congelado que nutre la voracidad de los capitales golondrinas, una
emisión sideral de títulos en pesos para distraerlos de la moneda verde, y un
ministro de Energía y otro de Transportes que anuncian que al fin se pagará lo
que realmente cuestan los servicios, da por resultado el FMI.
Así que errores suponemos que hubo, y muchos, y
gruesos, que van más allá del concepto ganzúa de populismo, y también suponemos
que los errores eran difíciles de evitar en un contexto en que todos van por
todo y salvan la ropa antes de que sea tarde.
Pablo Gerchunoff dice que Macri
estaba desde un comienzo en una situación en la que estaba obligado,
tenísticamente hablando, a jugar al fleje, con el riesgo que implica
en una sociedad a la que define con cierta gracia de “no dócil”.
¿Fracaso? ¿Podemos decir que el Gobierno fracasó?
Evitemos la imagen un poco remanida de la foto y la película, y no olvidemos
algunos detalles. Uno es el de la corrupción. No me refiero a las acciones de
los jueces, aunque no nos distraigamos.
Es una novedad que haya empresarios presos. Siempre se
dijo que nunca se detenía por fraude a un empresario y los que lo pedían tienen
a varios encerrados. No me refiero a la corrupción del pasado, tema espinoso y
quizás sin fondo, sino que me atrevo a afirmar que los Ministerios de Obras
Públicas y de Transporte de hoy, llevan a cabo sus políticas de un modo tal que
inauguran una etapa inédita en el país. Frigerio y Dietrich no
son De Vido y Jaime.
La corrupción y el uso de los dineros públicos es
un problema del presente y del futuro, en eso radica la novedad por más gritos
de “que devuelvan la plata” se escuchen en distintos coros.
Por otra parte el mensaje de este gobierno que
tanto inquieta a profesores y profesoras de castellano cada vez que habla el
Presidente, al menos nos ahorra el “relato” del kirchnerismo con sus juegos de
“amigo/ enemigo”, su épica de lucha armada sin tragedia, y su nacionalismo
popular de manual sepia. Tan viejo es que nunca pudo digerir la caída del Muro
del 89, ni se atreve a elaborar que entre 1972 y 1975 algo grave aconteció en
el país, que nos llevó a lo que ya sabemos.
Decisión. ¿Entonces qué? ¿A quién apoyar? Lo
decidiremos en un año, pero más allá de los nombres la alternativa se da entre
dos caminos.
O levantamos la vara y aspiramos a ingresar a la
modernidad sin alardear de sociólogos intinerantes que hablan de vida líquida,
sociedad del cansancio y otras banalidades. Una modernidad que no es la de
emprendedores millonarios en zapatillas haciéndose una selfie que pegan en
Instagram, ni a un Ministerio de Salud degradado a secretaría, sino, por el
contrario, a pymes competitivas, niveles de educación exigentes y sin
paternalismos, a hospitales con tecnología de avanzada, a transportes veloces,
a empleos calificados.
O, si nos espantan los placeres de una
demonizada sociedad de consumo, nos queda la otra vía que nos aferra a la
Justicia de la dádiva, la de la pureza y la pobreza, sin otro modelo de vida
que una olla popular universal. Lo primero puede llevarnos a la
frustración si no nos da el cuero, pero al menos habremos intentado superarnos
con trabajo y estudio, la otra a la violencia y a la miseria.
(*) Profesor emérito de la UBA. Blog Pan Rayado.
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