sábado, 22 de septiembre de 2018

Les muchaches

Por Carlos Ares (*)
El Negro Moyano masticaba con fruición carne de una pierna de Macri. La sangre le chorreaba por las comisuras. Sentado frente a él, Pablo se relamía. “¿Querés?”, le preguntó su padre. Los ojos del hijo se iluminaron. “Buscate la otra, tenía dos”, dijo el Negro, y se rió con toda la boca llena, echando la cabeza hacia atrás, salpicando sangre, sin soltar el muslo que sostenía entre las manos.

Contrariado, Pablo se levantó y fue hasta la cruz del asador. Quedaban restos de la cabeza con un ojo amoratado, un tobillo, media rodilla, un codo, puro hueso. Volvió a sentarse. “No quedó nada”, protestó. El Negro Moyano escupió pedazos de Macri al hablar. “Ya heredaste el gremio, el que viene es tuyo”, dijo.

Luis Barrionuevo le tiró una bola de miga a Pablo, que amagó contestar con un pedazo de milonguita. “Tranquilo, pibe, ahora traen la pechuga de Vidal, es más tiernita”. Pablo picó una rodaja de Prat-Gay. “¿Está bueno ese salame?”, preguntó Barrionuevo.

El Negro Moyano les tiró los huesos pelados a Micheli y Yaski. Los perros pelearon por las sobras. “¿Vos no comés?”, le preguntó a Barrionuevo. “Graciela me prohibió la grasa”, explicó Barrionuevo. Los gordos de la mesa se atragantaron en una carcajada.

“Voy a dejar por dos años”, insistió Barrionuevo. Los gordos, todavía con los ojos llorosos, estallaron otra vez. “Pará, pará, que me ahogo”, pidió Cavalieri, tosiendo, salivando malbec. A Barrionuevo le molestó que no lo tomaran en serio. “Pará pará, qué, boludo, sos Fantino sos, ¿sabés lo que me cuesta dejarle la grasa a otro”.

“Guardala afuera, Luis”, dijo el Negro Moyano. “Acá no podés confiar en nadie”, agregó Amadeo Genta. “Pasa que ya no sé dónde más ponerla”, explicó Barrionuevo. “El que no la tiene no sabe lo que cuesta administrarla”, comentó Cavalieri. “Estamos todos demasiado engrasados”, apuntó Gerardo “Batallón 601” Martínez. “Menos las minas”, advirtió el Negro Moyano. Las sonrisas y los comentarios cesaron de golpe como si una guillotina les hubiera cortado el cuello. “Mirá si ahora se les ocurre ir también por el poder en los gremios”. Los gordos hicieron cuernitos con los dedos, se santiguaron, se tocaron los huevos, espantaron con  gestos la visión de cientos de mujeres tocadas con pañuelos verdes. “Tranquiles, muchaches, a elles no les guste le grese”, dijo Sergio Palazzo, imitando el lenguaje inclusivo con un tono afeminado. Todos volvieron a reír. 

Aníbal Fernández y Dady Brieva llegaron juntos. La Morsa tiró unas bolsitas sobre la mesa: “Traje payaso, postre y once para un fulbito”. El Negro Moyano los miró de soslayo. “¿Quiénes son?”. Aníbal los nombró como si diera la formación de un equipo. D’Elía, Duhalde, los Guillermo –Moreno y Nielsen–, Kicillof, Espinoza, Samid, Larroque, el Chivo Rossi, Leopoldo Moreau y Scioli. “Con esos te fuiste al descenso”, dijo Barrionuevo. “Se te colaron un par de suplentes”, señaló Moyano. Aníbal revisó entre las filas. Descubrió a De Mendiguren y Massa ocultos detrás de Samid. Los tomó de una oreja a cada uno y los trajo al frente.

De Mendiguren cayó de rodillas, arrepentido. Confesó que  hace más de veinte años que entra siempre de garrón. Se ofreció a pagar su falta. “¿Pero vos servís para algo?”, le preguntó Moyano. “Puedo hacer y decir lo que sea por un carguito, una moneda, una caricia, salir en una foto o en la tele”, rogó De Mendiguren. El Negro miró a Barrionuevo. “De estos tenemos un montón”, dijo Luis. A Pablo Moyano le dio lástima. “Dejalo lamer un tobillo”, pidió. “¿Y con Massa?”, preguntó Aníbal. “Sentalo lejos”, ordenó Barrionuevo, “pero que no hable”.

La Morsa esperó que le hicieran un lugar a él. Nadie se movió. Parado, mirando los restos de Macri, preguntó: “¿Estaba bueno?”. El Negro Moyano se secó la baba sanguinolenta. “Sí, pero no como Alfonsín”. Aníbal recordó el De la Rúa a la parrilla que organizaron él y Duhalde. “A punto salió”. El Negro Moyano negó con la cabeza. “Seco, como Menem”, dijo. Dady Brieva, que ya se había comido unas “heces”, amagó meterse dos dedos en la garganta y simuló una arcada. Todos volvieron a reír. “Ninguno como Alfonsín”, insistió, serio, Moyano. 

(*) Periodista

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