Por Isabel Coixet |
Que eres norteamericana, pero te interesan otros
mundos, otras culturas. Que aprendes a hablar árabe. Que trabajas para el
Gobierno como funcionaria en la NSA (National Security Agency), pero en tus
redes sociales y ante tus amigos dejas claro tu desaliento por la victoria de
Trump. Que conduces un coche de segunda mano con un sticker que
dice «Descubre la belleza del mundo». Y que un día descubres un
documento que prueba, sin ningún género de dudas, que la injerencia de Rusia en
las últimas elecciones americanas es mucho más dañina y peligrosa que lo que en
un principio se creía. Y envías ese documento a un medio que sabes que va a
publicarlo, aunque eso signifique que vas a ser detenida porque no habrá duda
de dónde sale esa información. El medio es The Intercept, que lo
publica de inmediato. Y tú cuentas las horas porque sabes que van a ir a por
ti. Y te sientes extrañamente tranquila. Y hasta contenta porque sabes que has
hecho lo que sentías correcto y digno y justo. Y por defender lo que es justo,
lo que es de ley y lo que debería ser premiado con una medalla o al menos una
mención de honor, te detienen y te acusan de espionaje y de alta traición y te
condenan a pasar cinco años en la cárcel. Te declaras culpable.
Culpable de anteponer los intereses de tu país a
los tuyos propios: algo que nadie del Gobierno de tu país hace. Nadie. Culpable
de sacar a la luz un mecanismo que está corroyendo las bases de la democracia.
Culpable de decir la verdad. Esa verdad que, según Giuliani, antiguo alcalde de
Nueva York y amigo de Trump «no es verdad». Culpable de exponer ante la opinión
pública hechos irrefutables que no pueden ni deben esconderse ni barrerse
debajo de la alfombra.
Porque tú sigues creyendo que los hechos importan,
que la verdad importa y que la realidad puede ser borrada, manipulada,
oscurecida, pero prevalece y prevalecerá. Y desde el camastro de tu celda, cada
día en las noticias en tu pequeño televisor, ves a un hombre que dice ser el
presidente de tu país, soltar mentira tras mentira, mientras le da la mano al
presidente del país que facilitó que el primero ocupara el cargo. Y tu
conciencia tranquila no impide que sientas un horrible desasosiego y te digas
que, cuando salgas de aquí, continuarás luchando para que el mundo sea un lugar
menos abyecto. Y esos dos hombres que se dan la mano y se pasan una pelota de
fútbol y sonríen, no pueden decir lo mismo.
© XLSemanal
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