Por Héctor M. Guyot
La caída del relato kirchnerista es el triunfo de la palabra
escrita sobre la palabra hablada. De un lado, una presidenta en la cima del
poder, reverenciada y temida, capaz de construir una épica redentora con los
restos del naufragio setentista en discursos que embriagaban a sus seguidores
tanto como a ella, que acabó enamorada de su propia voz.
Del otro, un remisero
munido apenas de papel y birome que no se proponía levantar castillos en el
aire, sino apuntar, como un contable escrupuloso, con una paciencia que insumió
ocho cuadernos, cada una de las coimas que pasaban ante sus ojos y que él mismo
se encargaba de transportar.
Mientras ella hablaba, él anotaba. Así durante años. Ella
soltaba largas peroratas ante un público bien entrenado que le respondía con la
música del aplauso, en performances que se transmitían a todo el país. Él
escribía en el más oscuro anonimato, sin recompensa ni propósito, pero como si
en eso le fuera la vida. Mientras ella filosofaba sobre la revolución nacional
y popular o las propiedades afrodisíacas de la carne de cerdo, él escribía, con
austeridad conmovedora, que un bolso con 800.000 dólares había sido trasladado
desde los sótanos de una gran firma hasta los jardines de la quinta de Olivos o
hasta un coqueto piso de la calle Uruguay. Así durante años.
Uno y otro no eran hechos aislados. La fantasía urdida con
el discurso y la precisión del dato asentado -los dos extremos de un
kirchnerismo extremo- eran en verdad la misma historia, pero en versión
completa. Lo segundo, por otra parte, se sostenía en lo primero. La presidenta
y el remisero desplegaban entonces el mismo argumento: dos líneas de una sola
trama (el saqueo de un país) que confluyen en el preciso momento en que los
cuadernos salen a la luz. Esa es también la escena epifánica en que la fantasía
se desvanece ante la contundencia del dato. En suma, las decenas de horas de
cadena nacional en las que la expresidenta calentó el pico de nada sirven ante
el apunte desnudo del chofer. Volvemos al principio: lo escrito venció al
chamuyo.
Esa derrota le está costando caro a la expresidenta. Y no
solo a ella. Los cuadernos han hecho más que develar de forma categórica el
verdadero rostro del kirchnerismo: han iluminado un sistema mediante el cual
las elites se enriquecían mientras condenaban a la pobreza a gran parte de los
argentinos. Entre exfuncionarios y empresarios, son 42 los procesamientos
dictados por el juez. La expresidenta fue acusada de ser la jefa de una
asociación ilícita que, mediante la obra pública, sacaba dinero del Estado
nacional "en detrimento de la educación, la salud, los jubilados, la
seguridad, y dejaba al pueblo más humilde sin cloacas, sin agua corriente, sin
servicios, sin transporte seguro". Acumulación de un lado y vacío del
otro. Y en ese vacío hay gente.
En la rueda que los Kirchner hicieron girar a una velocidad
inaudita no solo jugaban los empresarios kirchneristas, sino también muchos
otros que quizás aborrecían al matrimonio santacruceño pero no querían quedarse
sin su parte. Actuaban, en consecuencia, en las dos líneas de la trama. En los
actos protocolares, junto a ella o de cara a la sociedad, con el rostro adusto
de quien se preocupa por los destinos del país, y en los sótanos, donde el
chofer esperaba los bolsos, de modo furtivo o mediante emisarios de confianza.
En esos años, la hipocresía no fue privativa del gobierno.
"Obtenían beneficios en forma voluntaria y
entusiasta", describió Clarens, el parco financista K. Pero de pronto los
Kirchner, en su pulsión de ir por todo, quisieron quedarse también con muchas
de sus empresas. La propia ambición los hizo presa de la codicia sin límite del
matrimonio, que no podía sino tener consecuencias destructivas en todo lo que
tocaba. De algún modo, esa rueda llevó a los empresarios por un camino de
degradación mayor. Algo parecido les pasó al peronismo y al país.
Parece que llegó la hora de hacerse cargo. La rehabilitación
de semejante patología será larga. Y eso si el país está dispuesto a
enfrentarla. Estamos ante un proceso político que se escribe en dos tiempos. El
urgente es el de la crisis, pero el esencial, el que marca el único rumbo
viable, es el del fin de la impunidad. De nada sirve salir de la crisis si no
se recorre el camino más largo. Esos dos tiempos no avanzan en paralelo sino
que, como en el caso del relato de la expresidenta y la tinta del remisero, son
parte de la misma historia. Y se entrecruzan.
Lo que cruje tras el fallo del juez Bonadio es la Argentina
corporativa que se consolidó a mediados del siglo pasado y no ha hecho más que
crecer desde entonces. A través de ella, una elite se ha distribuido los
privilegios y la riqueza a costa de una mayoría que trabaja o sobrevive con un
subsidio. No hay otra explicación para la pobreza del país. Ese paraíso de
inescrupulosos conformado por políticos, empresarios, sindicalistas, jueces y
hasta periodistas hoy está en jaque. La codicia de los Kirchner hizo estallar
el sistema y la tolerancia social. La codicia reflejada en los minuciosos
asientos contables de un remisero que tomaba nota de lo que veía mientras una oradora
infatigable distraía a la platea.
© La Nación
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