Por Loris Zanatta
(*)
¿Hay capitalismo en América Latina? Y si lo hay,
¿cómo es? La pregunta es antigua y ha recibido mil respuestas: hay capitalismo
depredador y salvaje, dicen algunos; jerárquico y extractivo, dicen otros; es
la longa manus del imperio egoísta y famélico, dicen todos.
Sin embargo,
las crónicas de los escándalos que salpican la región , desde el caso Odebrecht hasta los cuadernos de las coimas argentinos,
dejan entrever otro panorama: en América Latina hay una gran cantidad de
anticapitalistas, pero muy poco capitalismo. Al menos si capitalismo significa
un mercado libre, competitivo y transparente; un Estado neutral que regula la
actividad económica; un marco legal fiable que fomenta la iniciativa privada;
una burocracia que estimula y no boicotea la actividad económica. Sé que este
cuadro idílico no existe en ninguna parte, pero como siempre, es una cuestión
de dosis: una cosa es acercarse al ideal y otra muy diferente es ni siquiera
rozarlo. Más allá de loables excepciones, el capitalismo de América Latina no se
parece en nada a ese ideal.
Quizá, quién sabe, hay tan poco capitalismo o el capitalismo
latinoamericano está tan lejos del ideal porque tiene muchos enemigos.
Nacionalistas, socialistas, católicos, tercermundistas, cada uno por su cuenta
o todos cantando en coro, siempre lo han combatido como si fuera el demonio: vade
retro. No es de extrañar: la Revolución Industrial y el ethos
capitalista no nacieron en el mundo hispano y católico, y no es nada casual.
Cada generación latina crea nuevos anticapitalismos, que el viejo barril recibe
como vino nuevo: la lucha de clases se convierte en buen vivir; el leninismo,
en poscolonialismo y la nostalgia reaccionaria en feliz decrecimiento. Y así
sucesivamente.
Hasta aquí, todo previsto: inútil maravillarse o quejarse. Pero donde se
esperaba que el guion fuera diferente es entre aquellos que deberían ser
capitalistas por vocación, conveniencia o convicción: los empresarios. ¿Hay en
América Latina una clase capitalista imbuida de espíritu emprendedor, dispuesta
a arriesgar, competir e innovar? ¿Una burguesía animada por la ética del
trabajo y la producción en lugar de la ociosidad y el consumo? A la luz de los
últimos escándalos, es dudoso. Y la que hay, escasa pero muy encomiable, es la
que más sufre la competencia desleal, la corrupción, el clientelismo, el
desprecio por sus valores y su función social.
Los escándalos reviven, amarillenta, en la vieja fotografía de
empresarios acaramelados con los gobiernos en un obsceno abrazo donde es
imposible distinguir al corrompido del corruptor. No exigen competencia, sino
protección; no quieren reglas, sino privilegios; no buscan mercados, sino
agarrarse de la teta del Estado para exprimirlo. Más que el capitalismo, es el
viejo legado hispano que prospera: imperecedero, pimpante, arrogante, es la
diada eterna formada por el patrimonialismo y el corporativismo.
El patrimonialismo que prevalece en muchos países es desvergonzado: a
menudo el cargo público no se parece ni siquiera a una institución; es un feudo
privado de quienes lo ocupan "en nombre del pueblo"; como si cada
funcionario fuera un pequeño rey español de antaño, dueño de los recursos
públicos que utiliza como un botín para recompensar a la familia política y
castigar a los extraños, engordar a la clientela, chantajear a los enemigos, comprar
a los indecisos. ¿Meritocracia, honestidad, mercado, legalidad? Palabras
vacías.
La otra cara de esta incestuosa simbiosis entre política y economía es
el corporativismo. Sería injusto achacarlo solamente a los empresarios; es una
costumbre tan atávica y enraizada, natural e interiorizada, popular y
ramificada, que pocos le hacen caso. Expresado en forma brutal, se puede
describir de la siguiente manera: para los míos, todo; para los otros, leña. En
otras palabras: dentro de mi cuerpo social, absoluta complicidad y lealtad.
Familia o escuela, municipio o sindicato, villa o empresa que sean: rigen lazos
de "sangre", todo está perdonado y permitido. Fuera de mi cuerpo
social, no hay ley que se sostenga: ahí se lucha por obtener los recursos. En
el imaginario corporativo, no hay un ciudadano universal; solo existen fieles e
infieles, nosotros y ellos.
De acuerdo con esa mentalidad, en lugar de invertir y crear riqueza
colectiva, de ir por los mismos pasos de la burguesía que con su ingenio y sus
esfuerzos cambió el curso de la historia, el empresario corporativo aspira a
tener una tajada más grande del pastel para compartirlo con los suyos, sin
riesgos ni preocupaciones. ¿Meritocracia, honestidad, mercado, legalidad?
Palabras vacías, una vez más.
Aquí, en estos rasgos antiguos, se encuentran las causas más reales y
profundas del subdesarrollo, el autoritarismo, la escasa movilidad social, la
desigualdad, la intolerancia y mucho más. No en el "capitalismo",
sino en el filtro cultural e institucional por el que debe pasar para
aclimatarse en las sociedades latinas. Quien dispara contra el capitalismo,
dispara contra el pájaro equivocado. Peor: dispara contra el pájaro en cuyas
alas podría volar el rescate, el único capaz de socavar la jaula del
patrimonialismo y el corporativismo.
Todo esto tiene un precio elevado: América Latina es la región emergente
de menor crecimiento en el mundo; es decir, la que genera menos riqueza, menos
empleo, menos oportunidades. Asia, África, Medio Oriente, Europa del Este,
crecen más, en algunos casos mucho más. Mucho se debe a que las inmensas
energías latinoamericanas están enjauladas en esas trampas culturales. Pero la
historia no es una condena, una compulsión a repetir, un destino. Es cierto que
el patrimonialismo y el corporativismo impregnan la historia de América Latina,
pero también lo es que muchos latinoamericanos los han combatido y los siguen
combatiendo. No solo eso: si bien hay muchos países que sufren esa hipoteca,
hay otros que han tomado distancia.
La avalancha de escándalos de los últimos años podría estar indicando un
cambio cultural en curso: más que la corrupción, parece haber crecido la
intolerancia hacia la corrupción. Lo que una vez parecía natural hoy es para
muchos intolerable. Meritocracia y legalidad parecen estar a punto de dejar de
ser palabras sin sentido. Y también "mercado": Latinobarómetro, un
instituto de investigación, en 2017 registró un crecimiento sin precedente en
el consenso de los latinoamericanos hacia la iniciativa individual y la
economía de mercado; un consenso estelar en el contexto de países en los que el
mercado fue más pisoteado por el populismo. Como si esas experiencias
traumáticas hubieran vacunado a la población.
Es imposible saber si ese cambio es profundo o superficial, transitorio
o duradero. Pero hay espacio suficiente para líderes, movimientos y gobiernos
dispuestos a enarbolar esas banderas, a poner la cara y desafiar las ideologías
anticapitalistas que han demostrado infinitas veces ser los custodios más
celosos de la herencia patrimonialista y corporativa. Los demócratas liberales
se quejan a menudo de que no tienen un relato, que no tienen una epopeya
propia: ¿cuál podría ser mejor que esta?
(*) Ensayista y
profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
© La Nación
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