Por Roberto García |
Fue una interna barrial, aunque la porfía aparece
vestida como un acontecimiento nacional de la política.
Se trata apenas de un
cambio de aire partidario en el instituto que los ganadores exhiben como si
fuera la Revolución Rusa.
Parece exagerado el marketing desplegado para
describir el desplazamiento de Lorenzetti por Rosenkrantz al
frente de la Corte Suprema, un sutil torneo de florentinos con venganzas,
traiciones y puñaladas resuelto entre cinco personas, entre las cuales una
mujer resultó clave. Como en todo novelón. Pero en el que no participó ni
respiró la oposición en el pleito de Cambiemos, nadie del peronismo racional,
blibliotecario o salvaje, sea de izquierda o derecha.
Divididos. Al margen del quinteto de egos, solo
vencieron y perdieron los especímenes del ingeniero-jefe, alineados en bandos
opuestos, un equipo A versus un equipo B.
Una grieta propia, sangrienta, de segunda línea, en
la que se anotaron victoriosos Elisa Carrió, los influyentes Torello, Zuvic, Rodríguez
Simón y buena parte de la ascendente “Justicia Legítima” de Macri que nombra
jueces federales sin concurso, entre otras lindezas.
Del otro flanco, colgados y lamentándose,
quedaron Ernesto Sanz, Gil Lavedra (de quien Macri no olvida que le
hizo oblar en un juicio una compensación millonaria), Angelici, Garavano y una
formación de jueces federales acomodados al férreo arbitrio de Lorenzetti.
Cesa entonces como conductor quien se pretendía
reelegir por quinta vez, casi de país centroamericano, un personalista astuto
con lejana simpatía justicialista, y lo sucede un porteño, para completar el
poder unitario en la Argentina, con comprometida militancia alfonsinista, judío
pero no de vientre (madre irlandesa de origen católico) y un cordial padre que
fue diputado del frondizismo, Eduardo Samuel.
Para su desgracia, también para su ascenso, a
Rosenkrantz se lo menciona más por sus vínculos con Clarín que
por sus títulos doctorales, tesis o rectorados.
Algo de conventillo hubo en el cambio de jefatura.
Maqueda mantuvo su voto a favor de Lorenzetti y el rechazo a convertirse en presidente,
en lo que podían coincidir todos (alega factores de salud en su familia).
Mientras fue al baño no estuvo a solas exclusivamente con el mingitorio: en la
reunión, el ya derrotado Lorenzetti lo abandonó al decidir trasladar su voto a
Rosenkrantz. Buen perdedor, o que al menos lo parezca.
Venía el quinteto de una minicrisis en la acordada.
Molesto Lorenzetti por el cambio de viento –suponía, antes de empezar, que iba
a ganar– y la deserción, imprevista y volátil, del voto determinante de la
frágil Highton. Entonces, aseguran, el asediado cuestionó modo, lugar y forma
de elección, alegó que se estaban burlando normas establecidas. Para sufrir en
consecuencia un mazazo contestatario: la dama le replicó, recordándole que en
forma más improvisada y en su propia casa habían reemplazado a Petracchi hace
más de diez años.
Sorprendió un “no” tan terminante de quien, durante
una década y media, compartió el reinado. Parecía inducida por fuerzas
superiores o la floración de un resentimiento guardado. Doble castigo
de la presunta aliada, quien había rechazado la presidencia como Maqueda,
debilitada tal vez en origen (ha vulnerado el límite de edad para ejercer el
cargo) o seguramente irritada desde que Lorenzetti le negó ubicar a su hija
como sucesora de su socio Kraut en la Secretaría General de la Corte. Allí
designó a Héctor Marchi, casi su sangre. En compensación, le
inventó una sinecura insólita a la hija de Highton con remuneración de
camarista y dependiendo de ella misma. Como diría el cómico Olmedo, más
muestras de Costa Pobre.
Goce. Para Carrió, en cambio la comisión directiva
de la Corte le produjo más éxtasis que las cajas fuertes a Néstor
Kirchner. Imaginaba que Lorenzetti era un golpista que aspiraba a
presidir la nación destronando a Macri. Lo denunció en el intento, como si
alguna vez hubiera existido esa remota posibilidad: jamás el sistema político
le obsequió ese premio al Poder Judicial por más que lo admita la Constitución
para situaciones de crisis. Una muestra: esa alternativa ni siquiera figuró en
2001, cuando la monumental debacle hizo pasar por el Ejecutivo a casi media
docena de presidentes.
La memoria registra, en cambio, un antecedente
fracasado. En 1943, preso Perón y a punto de volver, la decaída Unión
Democrática reclamó en una importante manifestación céntrica “el gobierno a la
Corte”. Hasta hubo algún ministro de ese cuerpo que diseñó un gabinete ad hoc.
La controversia de Carrió con Lorenzetti añadía
otra sospecha sobre manejos turbios y el crecimiento inusitado de su presunta
fortuna, al extremo de considerarlo un Rockefeller del subdesarrollo en Rafaela
(ver el libro de Natalia Aguiar que ella auspició: El señor de
la Corte) y alardear, luego de la reciente baja de categoría de su enemigo, con
una frase: “Se acabó laorrupción”.
Un desliz tonto: la Corte, antes y ahora
con el nuevo jefe, se expresa por mayoría, siempre tres por lo menos han
consagrado los expedientes; la imputación agraviaba a todos. Tampoco puede
ignorar Carrió que, desde la llegada de Rosenkrantz y
especialmente de Rosatti, el colega más odioso de Lorenzetti, cuestionaran más
de una vez ese control autoritario del titular (por ejemplo, le modificaron el
rito de que él firmaba último todas las decisiones).
Ocurre que al defenestrado aspirante también en su ira ella lo asociaba a alguien que hablaba con los jueces por parte de Macri, Angelici, a favores que intercambiaba con otro de su lista negra, el radical Sanz, y cierta armonía con otro influyente, el Coti Nosiglia. Debe incluirse en esa nómina detestada a un núcleo de jueces que, ahora, tal vez se revele a la deriva, menos preocupado por la declinante reforma 20-20 del ministro Garavano, impulsada por su asesor Gustavo Beliz, que por la iniciativa atribuida al futuro titular de crear no menos de seis nuevos juzgados.
Omisión. Las condenas de Carrió representadas por Lorenzetti
también se aproximaron hasta una logia masónica, la Roque Pérez, de la cual
sabe poco y nada, pero que le imputa calamidades por rodearlo. En cambio, casi
ningún reproche parece endilgarle a Rosenkrantz, el nuevo elegido, quien
copió al Nazareno de la “mayoría automática” menemista: se votó a sí mismo.
Pequeño detalle al que no se le puede sumar otro atrevimiento del recién
llegado: el riojano de antaño jamás se hubiera animado a ingresar a la Corte
por medio de un decreto y no por la aprobación del Senado.
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