Por Carmen Posadas |
Las he descubierto ahora con mis nietos y disfruto tanto o más que ellos cuando vamos al cine. Pero no. No crean que he hecho una regresión a la infancia ahora que está tan de moda.
No pienso decir eso de que «en realidad soy una niña encerrada en un cuerpo de mujer» o que «antes de tomar una decisión importante consulto siempre con la niña que llevo dentro».
Hace mucho tiempo ya
que aprendí a sacar a pasear a la mía solo cuando conviene y, desde luego,
jamás la dejo al mando de la nave (léase mi vida) so pena de que se comporte
como lo que es, una novata sin carnet, y más de un estropicio me ha
hecho ya la criatura.
De ahí que, si me gustan las películas infantiles,
es por otra razón bien distinta. Porque tienen unos guiones tan inteligentes
que admiten al menos dos niveles de lectura o interpretación. Así, mientras los
más pequeños se ríen con las aventuras de los vampiros de Transilvania o
con los personajes de Frozen, los mayores lo hacemos con otro humor más elaborado
que consiste en ver reproducidas y con mucha verosimilitud actitudes y
comportamientos de nuestra sociedad actual.
Resulta interesante y a la vez muy sintomático
descubrir cómo retratan las relaciones familiares y los roles que atribuyen al
padre, a la madre, a los abuelos y también a los hijos. Por esta regla de tres,
las abuelas de las pelis ya no son viejecitas encantadoras de pelo algodonoso
que tejen bufandas o preparan tartas de manzana. Son tías marchosas que van a
la discoteca con maromos veinte años más jóvenes que ellas o ligan por
Internet. Nada que objetar a este retrato. Como abuela que soy, me identifico
bastante más con este modelo que con la de Caperucita.
También comprendo el nuevo estereotipo de madre que
dibujan. Por eso ahora, en películas como Los Increíbles, cuya protagonista es
una familia de superhéroes, la fuerte, la lista y a la que los hijos miran como
referente de autoridad es la madre. Nada que objetar tampoco. Al fin y al cabo
ocurre así –y me atrevería a decir que (casi) siempre ha ocurrido– en la
mayoría de las familias. Lo que me cuesta más comprender es que, para hacer ver
que la madre es el personaje fuerte, se pinte al padre como un memo integral
que, cuando le toca quedarse al cuidado de los niños porque la señora Increíble
debe ir a salvar al planeta, no da pie con bola.
El señor Increíble no solo no sabe cambiar pañales
o preparar papillas (obvio), sino que es incapaz de ayudar a su hijo de seis
años con sus deberes de aritmética. Pero, miren, qué quieren que les diga,
tampoco tengo demasiadas objeciones a este nuevo retrato. Nosotras las mujeres
hemos soportado estoicamente en el cine y hasta hace muy poco topicazos según
los cuales éramos tan bobas y débiles que, cada vez que veíamos un ratón, nos
trepábamos a una silla pegando grititos.
Lo que me alarma más son los estereotipos de hijos
que retratan, precisamente porque son demasiado reales. La familia Increíble
tiene tres hijos, un bebé y luego un niño de unos siete años y una chica como
de catorce. Estos dos últimos tratan a sus padres exactamente igual que los
niños de carne y hueso. «¿Eres imbécil, papá?» es lo más suave que le
dice la superadolescente a su superpadre, que agacha la cabeza como pidiendo
disculpas. Superniño tampoco lo trata mucho mejor por haberse olvidado de
comprar sus cereales favoritos. Y mientras una y otro chillan, despotrican y le
cierran la puerta en las narices, yo me pregunto en qué momento empezó todo y
los padres –y madres– se convirtieron en los tontos de la familia. Y me alarma,
pero no tanto porque como abuela cebolleta que soy me chirríe que los niños
actuales sean tan increíblemente maleducados, sino porque pienso que los que
saldrán perdiendo serán ellos. Donde las dan las toman y quien no tiene modelos
cercanos a los que respetar y admirar tiene también todas las papeletas para
que no lo respeten en el futuro.
© XLSemanal
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