Por Gustavo González |
Así, en cinco años la Argentina habrá
crecido un 0,3%. Mientras su población aumentó cerca del 5%.
Cuando hoy se siente una suerte de aplanadora que
viene pasando sobre nuestras espaldas en el último lustro, no se trata de otra
cosa que de la parálisis de un país en crisis.
Grandes males y soluciones. Debajo del producto
bruto interno, ese indicador macro que da una idea general de cómo va la
economía, aparecen otros índices que reflejan esta crisis.
Uno es la inflación. El segundo mandato de
Cristina concluyó con una inflación acumulada del 120%. Macri,
con suerte, finalizaría con 125%.
El otro indicador clave es la pobreza. Según
el Observatorio de la UCA, el kirchnerismo se fue con 29% de pobres. Fuentes de
ese observatorio señalan que la próxima medición no dará menos del 32%. Puntos más o
menos, lo relevante es que desde fines de los 90, alrededor de un tercio de la
población es pobre. Era un 4% en la primera mitad de los 70.
Las recurrentes crisis argentinas acostumbraron a
que ante momentos de debacle profunda, las salidas suelen ser acordes: a grandes
males, grandes soluciones.
En 1985, con una inflación del 1% diario, Alfonsín lanzó
el Plan Austral, con una nueva moneda que reemplazó al peso y
le sacó tres ceros. En 1991, después de tres años de crisis e
hiperinflación, Cavallo le quitó otros cuatro ceros y anunció
un peso convertible con el dólar. En 2002, tras tres años de enfriamiento, con
caída de De la Rúa y default, Duhalde anunció
el fin de la convertibilidad y la convocatoria a una mesa de diálogo nacional.
Más allá de las ventajas y desgracias de aquellos planes, de sus verdades e ilusiones, la contundencia de cada uno guardaba relación con el nivel de la crisis que venía a enfrentar. Y la sociedad los tomaba como último recurso ante la angustia económica.Confiaba, y en el corto plazo los resultados la volvían a convencer de que la Argentina estaba condenada al éxito.
Más allá de las ventajas y desgracias de aquellos planes, de sus verdades e ilusiones, la contundencia de cada uno guardaba relación con el nivel de la crisis que venía a enfrentar. Y la sociedad los tomaba como último recurso ante la angustia económica.Confiaba, y en el corto plazo los resultados la volvían a convencer de que la Argentina estaba condenada al éxito.
Los países desarrollados no funcionan así, tampoco
muchos que no lo son. Pero una nación sustentada en la contradicción permanente
entre su potencialidad y su realidad y que fantasea con que la corrupción de
sus dirigentes no la representa, parece atada al shock como mecanismo de
resolución de conflictos.
Ante el drama de crisis que siempre son injustas y
ajenas, nos preparamos para que las salidas requieran la escenificación de
grandes planes maestros. No significa que eso esté bien. Significa que es así
como sucede.
Este laberinto económico que ya lleva cinco años y estas semanas que profundizaron la crisis se parecen a esos momentos en los que la confianza no se regeneró con pequeños retoques.
Casero escuchó mal. El gobierno de
Cambiemos está gestionado por personas que no se formaron en la administración
pública sino en la privada. Los desajustes en las empresas se trabajan sobre
Excel y se implementan sobre una estructura acotada de recursos humanos y
materiales. Una empresa desaparece si lo que se gasta siempre es mayor de lo
que ingresa. Bajar 5 puntos un costo puede salvarla y su implementación no
requiere una ley ni consensos mayoritarios.
En el universo privado son la sustentabilidad y el
desarrollo empresarial los que alinean con más facilidad los intereses de unos
y otros.
Manejar un país es dramáticamente diferente. Entre
otras cosas, porque contiene a cada una de las miles de empresas con sus
propios problemas de supervivencia. Y a millones de personas que defienden sus
intereses. Los une territorio e historia, pero los separan las tensiones por
los recursos limitados de la economía. Gobernar es, en el mejor de los
casos, beneficiar a una mayoría y perjudicar a una minoría.
A la gente no la conmueve necesariamente la lógica
de la rentabilidad aplicada a la Nación, porque no tendrá nada
para festejar si la “empresa país” logra el déficit cero pero su “empresa
privada”, su bolsillo, se vació.
Casero escuchó mal. Las voces no decían “flan” sino “plan”, decían “queremos plan”. Y no son solo voces
obtusas ganadas por la irracionalidad.
En momentos de turbulencia, los pasajeros quieren
creer que el capitán tiene el mejor plan de viaje. Pero requieren que les
muestren un plan general de operaciones por el cual valga la pena seguir
haciendo esfuerzos. No les interesa que les detallen la velocidad del viento ni
si el combustible subió de precio.
En esta tormenta perfecta se necesita creer que hay
un equipo capaz de crear un programa exitoso. Un plan que vaya más allá de aumentar la tasa de referencia, anunciar
otro préstamo o un nuevo recorte de un subsidio. Que se
muestre coherente con lo hecho, pero también refundador del macrismo. Que
incluya sacrificios, pero además alternativas que no sean solo financieras ni
giren en la obsesión por bajar el déficit a cualquier precio. Escaparle a la
tentación de una victoria pírrica en la que la operación sea exitosa
pero el paciente muere.
Fiscalitis. El déficit fiscal y la inflación son
dos problemas que los gobiernos deben afrontar. La diferencia es que
el déficit es una circunstancia bastante habitual. De 186 Estados, hay
147 que están en rojo con sus cuentas públicas. Es un tema que
razonablemente ocupa a sus gobernantes, pero no es la mayor de sus
preocupaciones.
Más puede preocuparles que sus balanzas
comerciales no resulten negativas, porque precisan ingreso genuino de dólares. Velar
para que su cotización no se retrase, sabiendo que de lo contrario habría
beneficios de corto plazo (por ejemplo electorales), pero sería alimentar una
olla a presión que siempre termina explotando.
En el mundo también preocupa la inflación. El
80% de los países tiene un déficit similar al de la Argentina, pero existen
solo siete con inflaciones descontroladas. La fórmula de bajar el
déficit con subas tarifarias del 600%, pretendiendo que la inflación caiga al
10% (meta original del Central para 2018) con retraso cambiario y tasas
superaltas no es muy utilizada internacionalmente.
Ahora el mercado hizo a los golpes lo que la política no pudo gradualmente. El
escenario que queda tendrá consecuencias graves en el corto plazo, pero la
hiperdevaluación presenta una nueva base económica sobre la que será más
sencillo resolver el déficit fiscal y, en especial, el comercial.
¿Está a tiempo Macri de cambiar? ¿Salir de los
retoques financieros a repetición y proponer un amplio plan con sacrificios y
beneficios tangibles en la economía real? ¿Buscar consensos con opositores
racionales que generen la confianza de que cualquiera sea el próximo gobierno
no representará un nuevo giro de 180°?
Está a tiempo.
La duda es si sus legítimas creencias y su
estructura de pensamiento le permitirán pasar de la física empresarial a la
metafísica del estadista.
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Perfil.com
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