Por Jorge Fernández Díaz |
La Argentina, entre doscientos
países, es uno de los que menos crecieron a lo largo de los últimos 70 años;
registró diez crisis graves, que si al menos hubieran calcado las que padeció
Uruguay hoy tendríamos el PBI per cápita de España. Desde comienzos de la
década del 60, solo durante cinco años no sufrimos déficit fiscal, y eso fue a
costa de la licuación catastrófica de 2001. Nuestro promedio de inflación fue,
durante más de medio siglo, del 173% anual. No solo somos la segunda nación en
cantidad de años de recesión, sino que nos seguimos destacando como el tercer
país entre los más cerrados del planeta. El consumo de los argentinos, sin
embargo, es porcentualmente más alto que el de los europeos, si se lo compara
con lo que cada sociedad produce. Y el gasto público, que venía con un promedio
del 26% en las últimas seis décadas, alcanzó durante la "década ganada"
el 42% del producto bruto, un salto astronómico y sin más respaldo que el
voluntarismo mágico. He aquí esencialmente la herencia impagable del
kirchnerismo y, sin entrar en otros rubros calamitosos (como pobreza y
educación), el chequeo general de toda nuestra desgracia.
Los argentinos somos negadores seriales con amnesias
selectivas y especialistas en hacernos los otarios. Es indudable hoy, con el
diario del lunes, que el médico de Cambiemos falló en ciertos aspectos
instrumentales del tratamiento; otra cosa es que sea el culpable de la
enfermedad crónica que no nos atrevemos a asumir ni a superar. El capital
financiero le puso una pistola en la cabeza a Macri para que ejecute ahora
mismo un ajuste profundo, detonando así los últimos estertores del gradualismo.
Si Macri no cumple con esa exigencia, volarán en pedazos la Argentina. Esta es
una forma dramática de decodificar el repudio al peso, la psicosis de Wall
Street y los requerimientos explícitos de los "mercados", para los
cuales incluso la causa de los cuadernos resulta un factor negativo.
Las grandes naciones de Occidente tienen otra actitud. Su
paciencia con Cambiemos se debe a que se está llevando a cabo en la Argentina
un experimento mundial: ¿es posible salir democráticamente y con relativa paz
social de un régimen neopopulista autoritario? ¿Es factible abrirse al
intercambio globalizador, vencer una vasta cultura pervertida por la endogamia
y la demagogia, y hacerlo sin convulsiones ni retrocesos, soportando dentro del
juego institucional las acciones destituyentes de un partido antisistema que
quiere abortar la normalización? La herramienta de esa tolerancia del
hemisferio norte para con el oficialismo es el Fondo Monetario Internacional,
que responde sobre todo a Trump, Macron y Merkel, y que tiene hoy una actitud
diametralmente opuesta a la que demostró con la Alianza: aquella vez la
Argentina también era un experimento global; había que castigar a los que
hacían bicicleta y no cumplían, y entonces nos sacaron el banquito y nos
dejaron caer en el pozo negro, a modo de cruel escarmiento. En esta ocasión,
los técnicos del Fondo tienen otro mandato, pero aun así no parecieron calibrar
muy bien el comportamiento de una economía bimonetaria, donde se cobra en pesos
y se ahorra en dólares. También en esto somos tétricamente originales: no
existe experiencia internacional ni manual teórico para una república de esas
características, y es por eso que los "mercados" de alguna manera
también desairaron esta semana al FMI, que debe defender ahora su reputación con
la misma premura con que el Gobierno debe salir de esta crisis cambiaria y
política.
El acalorado debate sobre si los recortes debían hacerse al
comienzo y con una estrategia de shock o progresivamente y con el
financiamiento externo ya resulta vano. Pero esconde una certeza indiscutible:
había que hacerlos porque la hipoteca de Cristina era y todavía es monstruosa.
Aun con los cuidados que tuvo el Gobierno y que fueron tan criticados por la
ortodoxia, un segmento importante de la sociedad consideró que Macri era
igualmente un insensible y un depravado que disfrutaba con las mutilaciones, y
no un experto en explosivos que intentaba desarmar una bomba con el menor dolor
posible. Acaba de acontecer un hito histórico: la bomba estalló, y esto
modifica sustancialmente el escenario. Habrá que barajar y dar de nuevo.
Habitualmente, quien pagó la fiesta organizó su propio funeral. Habrá que ver
si en esta ocasión quien la paga perece en el intento o es capaz de recoger a
tiempo los frutos de ese beneficio futuro. Porque la hecatombe de estos días
tuvo un efecto paradojal: arregló por las malas lo que no se podía hacer por
las buenas, regularizó muchas variables y parió de hecho un nuevo modelo
económico. La brusca devaluación, que tantos sinsabores nos traerá y que
encarece la deuda, licuó a la vez el gasto público en dólares, acabó con el
atraso cambiario, tiende a equilibrar la balanza comercial y la balanza de
pagos, derritió el valor de las Lebac, potenció las reservas y volvió mucho más
solvente al Banco Central. Un modelo más productivo y exportador, y un
rendimiento más consistente para las inversiones extranjeras asoma de entre las
cenizas como una chance posible si es que el médico resulta capaz de acertar
con la cirugía, con los remedios y con la rehabilitación.
Tiene algo a favor. Amén de su debilidad congénita (nunca
tuvo mayorías parlamentarias), a Cambiemos jamás le dejaron las manos libres,
como sí les ocurrió a otras administraciones que seguían a un naufragio
evidente. El kirchnerismo entregó el barco con agujeros mortales en el casco y
el motor fundido, pero desde el puerto parecía una nave en buen estado. La
disparada del dólar tuvo como virtud mostrar la situación real de la
embarcación en la que viajamos todos y recordarnos antiguos infortunios.
También, el hecho incontrastable de que volvemos a estar en peligro y que a
nadie conviene hacer olas ni propiciar un hundimiento, salvo por supuesto a
quienes temen ir presos, trabajan para el helicóptero y buscan un colapso sin
importarles un bledo las secuelas. El hondo miedo torna comprensivo y
patriótico al más díscolo, y este insumo es fundamental para que el Gobierno
obtenga apoyos en su delicadísima faena.
En contra, Macri tiene muchas cosas, pero una se eleva por
encima de todas: necesita transformase en algo que no es, un líder emocional y
convincente. El peor default de estos días fue político; a su malogrado spot se
sumó el desdén por los llameantes zócalos de televisión, el abandono del campo
discursivo, adonde no envió a casi nadie para explicar ni rebatir, y la falta
de una narrativa orientadora. El oficialismo se quedó afónico, dejó así que
explicaran el problema sus enemigos y antagonistas de derecha e izquierda, y
permitió que se instalara la sensación de que estaba noqueado. Menem, en las
malas, sobreactuaba para que lo vieran de lejos; Néstor atacaba a algún
poderoso para que los demás temblaran, y Cristina blandía conspiraciones para
defenderse en la coyuntura. Nada de esto es correcto, pero la indolencia
mediática tampoco lo es. La confianza se reconstruye con números, pero también
con elocuencias.
© La Nación
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