Por Manuel Rivas
En bachillerato, en
el instituto, y en época en que la religión católica era una asignatura
obligatoria, y no como ahora, que es medio obligatoria, tuvimos como profesor a
un sacerdote muy comprometido con la teología de la liberación.
Fue una experiencia revolucionaria para un adolescente.
Aquel cura con coraje
intelectual, don Maurilio, nos enseñaba marxismo por el método estructuralista,
pero los gráficos que desnudaban el engranaje de la historia y del capitalismo
no iban orientados a hacernos ateos. Allí, en la superestructura, esperaba
Dios. Aquellas lecciones eran un milagro, estructuralista, pero milagro,
después de lo que habíamos pasado en educación primaria, donde las clases
consistían en aprender el catecismo de memoria, con palo y sin zanahoria, así
que lo sabíamos todo, incluso lo que no entendíamos.
Yo solo llegué a
entender bien, por ejemplo, el dogma de la Santísima Trinidad el día que, fuera
de la escuela, claro, me contaron la historia del Toliño (loquito) de Conxo. En
la iglesia, en la misa del domingo, el cura explicaba que Dios era uno y trino:
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y cuando nombraba al Espíritu Santo, con su forma
de paloma, aquel muchacho, el Toliño de Conxo, imitaba a un ave, agitaba como
alas los brazos y parecía que iba a volar en el templo. Y así un domingo y
otro. Hasta que el cura le prohibió la entrada. Pero quedó el hueco, y cada vez
que el cura nombraba al Espíritu Santo, todas las miradas se giraban y buscaban
con saudade a aquel inocente que quería volar.
Con aquel cura de
la teología de la liberación queríamos volar, entre otros lugares, a Olinda, en
Brasil. Porque allí estaba Hélder
Câmara, el obispo de los pobres, un mito en la resistencia contra la
dictadura militar, y del que hablaba con total devoción. A don Maurilio, enjuto
y menudo, que transformaba en fibra cada palabra, le gustaba repetir la ironía
de Hélder Câmara: “Cuando doy comida a los pobres me llaman santo, pero cuando
pregunto por qué son pobres me llaman comunista”.
Cuando pienso en lo
ocurrido en esos años, me suele venir a la cabeza el
poeta beat Allen Ginsbergy su Aullido contra el Moloch: “¡Moloch! ¡Moloch!
¡Pesadilla de Moloch! ¡Moloch el sin amor! ¡Moloch mental! ¡Moloch el pesado
juez de los hombres!… ¡Moloch la prisión incomprensible! ¡Moloch la vasta
piedra de la guerra! ¡Moloch los pasmados gobiernos! ¡Moloch cuya mente es
maquinaria pura! ¡Moloch cuya sangre es un torrente de dinero!”. Aquella gente,
la de la teología de la liberación, luchaba contra ese Moloch. Y de alguna
forma fue destruida por el Moloch eclesiástico. Fueron las mejores mentes, la
mejor generación cristiana en siglos. Hasta que la propia Iglesia, el
contragolpe al Concilio Vaticano II, los fue aplastando sin misericordia, a
ellos y a ellas.
Mientras el Moloch
eclesiástico se deshacía de la teología de la liberación, de la lucha contra la
injusticia y la pedagogía del oprimido, cuando la jerarquía machista cortó de
cuajo cualquier debate sobre el celibato o el sacerdocio femenino, se miraba
hacia otro lado ante hechos sórdidos, espantosos y crueles en lugares sagrados.
Hechos criminales. Esa es la calificación que utiliza el gran jurado de
Pensilvania, en el abrumador
informe de abusos sexuales cometidos por más de 300 sacerdotes y que sufrieron
al menos mil menores. Un informe que detalla los casos de
pederastia, y también prácticas sádicas e incluso violaciones en hospitales con
o sin somníferos. En el informe del gran jurado se documenta que la
Congregación para la Doctrina de la Fe, lo que fue el Santo Oficio, tuvo
noticia de este tipo de hechos desde 1963. Para taparlos, se utilizaban
eufemismos que claman al cielo. Así, una violación era un “contacto inapropiado”.
Ya en el pasado, el Vaticano definió la pederastia como “traición a la gracia
del orden sagrado”. Cuando se producía alguna expulsión, la causa que se
alegaba era enfermedad o “fatiga nerviosa”.
Sin embargo, nunca
hubo un ápice de piedad, ni siquiera lingüística, y a lo largo de los siglos,
cuando se combatía la homosexualidad, el lesbianismo o a esas mujeres “raras”
que eran las hechiceras. Todavía hoy muchos eclesiásticos maltratan de palabra,
y ponen en disparadero, a quienes defienden el derecho a una maternidad libre.
Un teólogo de la
liberación, Chao Rego, escribió con ironía sobre el celibato: “Para servir al
poder hay que ser impotente”. Pero sabemos que el poder, quien tiene poder
sobre otros, quien domina, no acepta nunca ser impotente. Ni de broma.
© El País Semanal
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