Por Jorge Fernández Díaz |
No todos
tuvieron la misma actitud frente al inédito y traumático proceso de salida del
populismo extremo, ni ante la reciente e inacabada crisis financiera que casi
nos vuela en pedazos, pero muchos de esos muchachos mostraron la hilacha de muy
diversas formas. Es evidente que nuestras élites no son inocentes de tantas
décadas de decadencia, que fueron en parte colonizadas por las prácticas
autoritarias y "transgresoras" del peronismo, que están enfermas de
sarcasmo y que asocian el escepticismo permanente con la viveza, que se mueven
sin sentido patriótico (a puro interés individual o de sector) y que se
encuentran fuertemente divorciadas de la sociedad real. Gobernar contra su
cultura y sus designios, por lo tanto, parecía una idea audaz e interesante;
tratar a ese grupo influyente como si fuera inocuo, maltratarlo desde la
soberbia o el ninguneo, o incluso desinteresarse de sus andanzas corrosivas,
fue una grave equivocación.
Miguel Ángel Pichetto, ideólogo de la oposición razonable y arquitecto
de imprescindibles acuerdos políticos, escandalizó a los tuiteros hace unos
días cuando en pleno recinto criticó la táctica mediática de Cambiemos y
recordó implícitamente la tradicional estrategia peronista: "Aparecen
economistas que están en todos los canales de la televisión y pululan alentando
el fracaso, la derrota, la inexistencia del futuro. Y ustedes lo permiten -se
quejó-. Como no pagan pauta a nadie, cada uno hace lo que quiere en la
televisión argentina. Creen que todo se resuelve en las redes, toda esa pavada.
Nadie maneja a la opinión pública. Nadie maneja el horario prime time.
Por lo tanto, dicen cualquier cosa de todos". Una lectura apresurada
podría reducir esta declaración a un mero exabrupto: Pichetto quiere pagar
periodistas y maniatar la libertad de expresión. Y es cierto que el peronismo
ha garantizado gobernabilidad comprando gente, y que ha generado un mercado
inmenso plagado de colegas que andan con el cartel de alquiler colgando del
cuello. Cambiemos no debería tentarse con esa praxis. Pero la visión de
Pichetto tiene un calado más hondo: hoy gobernar es persuadir a la opinión pública,
y esa defección del debate por parte del Gobierno ha traído consecuencias
peligrosas durante el incendio de estas semanas, cuando periodistas cínicos o
indolentes echaban nafta al fuego y economistas insensatos aumentaban la
desconfianza y metían terror en los huesos de los ciudadanos sin que nadie
matizara sus negras profecías. Una cosa es la crítica seria y constructiva;
otra muy distinta, el narcisismo pirómano. Sobre todo, cuando existió una
pérfida campaña kirchnerista a través de Facebook para que el ahorrista
retirara su dinero de los bancos y el sistema colapsara. El rating, salvo
algunos momentos puntuales, no acompañó la gran fiesta de la irresponsabilidad.
Es lógico: según las encuestas, más del 65% de la población rezaba en esas
horas para que esto no se convirtiera en un 2001, y esa amplia mayoría está
formada por votantes macristas y también por rabiosos antimacristas súbitos o
congénitos. El deseo generalizado no era salvar un gobierno, sino salvar a la
Argentina. El oficialismo fue un ausente crónico en esa batalla contra el
miedo, donde los operadores y los petardistas jugaron solos y a sus anchas.
Otro nivel del problema estuvo precisamente en el rubro
"economistas", pero también en el rango "consultores
políticos", algunos de los cuales se están haciendo su agosto desde que
los inversores de Wall Street resolvieron financiar el gradualismo y
contrataron sus servicios y consejos. Los brokers de gran experiencia
tienen métodos más sofisticados de información, perdieron dinero y están enojados,
y se basan en errores e inconsistencias verdaderas de la macroeconomía
doméstica. Pero otros se manejan con los informes reservados de argentinos que
les canjean la papilla del apocalipsis por jugosos cheques en dólares. Un
dirigente que frecuenta a esos "lobos" es testigo de cómo cultivan,
en los pisos altos de sus rascacielos de Manhattan, exóticas y cambiantes
teorías sobre la Argentina, a la que conocen tanto como nosotros a Zimbawe o a
Pakistán. Sus asesores argentos, que como hábiles folletinistas facturan por
capítulo electrizante, les vendieron primero que Macri debía ganar los comicios
de medio término, después que el país tenía que entrar en la categoría de
emergente, y así fueron corriendo el arco hasta el infinito. Cuanto más
detectan riesgos, más valiosa resulta su mercancía y más incertidumbre acumula
esta pequeña nación frente a los ojos nerviosos del capital financiero. Los más
ortodoxos transmitieron que Cambiemos seguía haciendo un incomprensible
populismo de buenos modos al resistir un ajuste drástico. Cuando estalló la
crisis no pusieron paños fríos; solo pasaron a sacar pecho y a confirmar su
pronóstico: el negocio es lo primero. Una vez garantizado el shock, comienzan a
advertir ahora que este podría traer una fuerte recesión, disturbios sociales y
grandes chances de que Macri pierda los próximos comicios. ¿No es genial? ¿Por
qué creían que Cambiemos se negaba a este suicidio político? ¿Por principios
econométricos, por fiaca gestionaria? Otro de los argumentos públicos y
privados consiste en explicar que en esta crisis nada tuvieron que ver la peor
sequía de los últimos sesenta años, la caída de la soja, el incremento del
precio del petróleo, los tres años de depresión económica de Brasil, y sobre
todo el aumento de las tasas de la Reserva Federal, que concienzudos analistas
europeos consideran como un fenómeno altamente dañino. ¿Por qué caen menos
otras repúblicas? Ni México ni Chile, ni Uruguay ni Colombia, por solo citar
algunas, provienen de una mini Venezuela, que agotó los stocks y todas las
cajas, y que dejó una hipoteca espantosa. Ninguna de ellas tuvo que endeudarse
para desarmar una bomba ni zafar de esa desgracia.
El Gobierno muestra desidia frente a esas "clarividencias"
rentadas. Y no terminó nunca de disipar en el empresariado su derrotismo
existencial: apostar al fracaso de un gobierno no peronista es tan fácil;
extrañar inconscientemente las reglas venales y dominantes del partido de Perón
es un automatismo de nuestra alta burguesía. Parafraseando a Camus, "el
hábito de la desesperanza es más terrible que la propia desesperanza".
Algunos hombres de las empresas y de la política deslizaron en oídos oficiales
la necesidad de que el Gobierno, para obtener apoyos en la mala,
"delimite" la investigación de los cuadernos: hay mucha gente
preocupada por su destino. El oficialismo también debería hacer oídos sordos a
esa praxis peronista, pero a la vez no debería desatender los múltiples
tentáculos del "círculo rojo". Se ha comprobado que ese pulpo
inarticulado y gigantesco ciega con su tinta negra, y nadie puede darse el lujo
de ignorarlo. La solución no es obedecer a sus caprichos y chantajes, ni
combatirlo a la manera kirchnerista, sino tejer una nueva política sobre un
grupo que cuando el aire huele a combustible en lugar de manotear el extintor
juguetea con los fósforos.
© La Nación
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