Un texto de José
Ingenieros
La santidad existe: los genios morales son los santos de la
humanidad. La evolución de los sentimientos colectivos, representados por los
conceptos de bien y de virtud, se opera por intermedio de hombres
extraordinarios. En ellos se resume o polariza alguna tendencia inmanente del
continuo devenir moral.
Algunos legislan y fundan religiones, como Manú,
Confucio, Moisés y Buda, en civilizaciones primitivas, cuando los Estados son
teocracias; otros predican y viven su moral, como Sócrates, Zenón o Cristo,
confiando la suerte de sus nuevos valores a la eficacia del ejemplo; los hay,
en fin, que transmutan racionalmente las doctrinas, como Antistenes, Epicuro o
Spinoza.
Sea cual fuere el juicio que a la posteridad merezcan sus
enseñanzas, todos ellos son inventores, fuerzas originales en la evolución del
bien y del mal, en la metamorfosis de las virtudes. Son siempre hombres de
excepción, genios, los que la enseñan. Los talentos morales perfeccionan o
practican de manera excelente esas virtudes por ellos creadas; los mediocres
morales se concretan a imitarlas tímidamente.
Toda santidad es excesiva, desbordante, obsesionadora,
obediente, incontrastable: es genio. Se es santo por temperamento y no por
cálculo, por corazonadas firmes más que por doctrinarismos racionales: así lo
fueron casi todos. La inflexible rigidez del profeta o del apóstol, es
simbólica; sin ella no tendríamos la iluminada firmeza del virtuoso ni la
obediencia disciplinada del honesto. Los santos no son los factores prácticos
de la vida social, sino las masas que imitan débilmente su fórmula. No fue
Francisco un instrumento eficaz de la beneficencia, virtud cristiana que el
tiempo reemplazará por la solidaridad social: sus efectos útiles son producidos
por innumerables individuos que serían incapaces de practicarla por iniciativa
propia, pero que del exaltado arquetipo reciben sugestiones, tendencias y
ejemplos, graduándolos, difundiéndolos. El santo de Asís muere de consunción,
obsesionado por su virtud, sin cuidarse de sí mismo, y entrega su vida a su
ideal; los mediocres que practican la beneficencia por él practicada cumplen
una obligación, tibiamente, sin perturbar su tranquilidad en holocausto a los
demás.
La santidad crea o renueva. "La extensión y el
desarrollo de los sentimientos sociales y morales -dijo Eibot- se han producido
lenta-mente y por obra de ciertos hombres que merecen ser llamados inventores
en moral. Esta expresión puede sonar extrañamente a ciertos oídos de gente
imbuida de la hipótesis de un conocimiento del bien y del mal innato,
universal, distribuido a todos los hombres y en todos los tiempos. Si en cambio
se admite una moral que se va haciendo, es necesario que ella sea la creación,
el descubrimiento de un individuo o de un grupo. Todo el mundo admite inventores
en geometría, en música, en las artes plásticas o mecánicas; pero también ha
habido hombres que por sus disposiciones naturales eran muy superiores a sus
contemporáneos y han sido promotores, iniciadores. Es importante observar que
la concepción teórica de un ideal moral más elevado, de una etapa a pasar, no
basta; se necesita una emoción poderosa que haga obrar y, por contagio,
comunique a los otros su propio élan. El avance es proporcional a lo que se
siente y no a lo que se piensa".
Por eso el genio moral es incompleto mientras, no actúa; la
simple visión de ideales magníficos no implica la santidad, que está en el
ejemplo, más bien que en la doctrina, siempre que implique creación original.
Los titulados santos de ciertas religiones rara vez son creadores son simples
virtuosos o alucinados, a quienes el interés del culto y la política
eclesiástica han atribuido una santidad nominal. En la historia del sentimiento
religioso sólo son genios los que fundan o transmutan, pero de ninguna manera
los que organizan órdenes, establecen reglas, repiten un credo, practican una
norma o difunden un catecismo.
El santoral católico es irrisorio. Junto a pocas vidas que
merecen la hagiografía de un Fra Domenico Cavalca, muchas hay que no interesan
al moralista ni al psicólogo; numerosas tientan la curiosidad de los alienistas
y otras sólo revelan el interesado homenaje de los concilios al fanatismo
localista de ciertos rebaños industrioso.
Pongamos más alta la santidad: donde señale una orientación
inconfundible en la historia de la moral. Cada hora de la humanidad tiene un
clima, una atmósfera y una temperatura, que sin cesar varían. Cada clima es
propicio al florecimiento de ciertas virtudes; cada atmósfera se carga de
creencias que señalan su orientación intelectual; cada temperatura marca los
grados de fe con que se acentúan determinados ideales y aspiraciones. Una
humanidad que evoluciona no puede tener ideales inmutables, sino incesantemente
perfectibles, cuyo poder de transformación sea infinito como la vida. Las
virtudes del pasado no son las virtudes del presente; los santos de mañana no
serán los mismos de ayer. Cada momento de la historia requiere cierta forma de santidad
que sería estéril si no fuera oportuna, pues las virtudes se van plasmando en
las variaciones de la vida social.
En el amanecer de los pueblos, cuando los hombres viven
luchando a brazo partido con la naturaleza avara, es indispensable ser fuertes
y valientes para imponer la hegemonía o asegurar la libertad del grupo;
entonces la cualidad suprema es la excelencia física y la virtud del coraje se
transforma en culto de héroes, equiparados a los dioses.
La santidad está en el heroísmo.
En las grandes crisis de renovación moral, cuando la apatía
o la decadencia amenazan disolver un pueblo o una raza, la virtud excelente
entre todas es la integridad del carácter, que permite vivir o morir por un
ideal fecundo para el común engrandecimiento. La santidad está en el
apostolado.
En las plenas civilizaciones más sirve a la humanidad el que
descubre una nueva ley de la naturaleza, o enseña a dominar alguna de sus
fuerzas, que quien culmina por su temperamento de héroe o de apóstol.
Por eso el prestigio rodea a las virtudes intelectuales: la
santidad está en la sabiduría.
Los ideales éticos no son exclusivos del sentimiento
religioso; no lo es la virtud; ni la santidad. Sobre cada sentimiento pueden
ellos florecer. Cada época tiene sus ideales y sus santos: héroes, apóstoles o
sabios.
Las naciones llegadas a cierto nivel de cultura santifican
en sus grandes pensadores a los portaluces y heraldos de su grandeza
espiritual. Si el ejemplo supremo para los que combaten lo dan los héroes y
para los que creen los apóstoles, para los que piensan lo dan los filósofos. En
la moral de las sociedades que se forman, culminan Alejandro, César o Napoleón;
y cuando se renuevan, Sócrates. Cristo o Bruno; pero llega un momento en que
los santos se llaman Aristóteles, Bacon y Goethe. La santidad varía a compás
del ideal.
Los espíritus cultos conciben la santidad en los pensadores,
tan luminosa como en los héroes y en los apóstoles; en las sociedades modernas
el "santo" es un anticipo visionario de teoría o profeta de hechos que
la posteridad confirma, aplica o realiza. Se comprende que, a sus horas, haya
santidad en servir a un ideal en los campos de batalla o desafiando la
hipocresía como en los supremos protagonistas de una Iíada o de un Evangelio;
pero también es santo, de otros ideales, el poeta, el sabio o el filósofo que
viven eternos en su Divina comedia, en su Novum organum o en su Origen de las
especies. Si es difícil mirar un instante la cara de la muerte que amenaza
paralizar nuestro brazo, lo es más resistir toda una vida los principios y
rutinas que amenazan asfixiar nuestra inteligencia.
Entre nieblas que alternativamente se espesan y se disipan,
la humanidad asciende sin reposo hacia remotas cumbres. Los más las ignoran;
pocos elegidos pueden verlas y poner allí su ideal, aspirando aproximársele.
Orientadas por la exigua constelación de visionarios, las generaciones remontan
desde la rutina hacia Verdades cada vez menos inexactas y desde el prejuicio
hacia las Virtudes cada vez menos imperfectas. Todos los caminos de la santidad
conducen hacia el punto infinito que marca su imaginaria convergencia.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO III-VI – LOS VALORES MORALES)
Selección y
transcripción: Agensur.info
0 comments :
Publicar un comentario